A la hora pico, en media presa al frente de Muñoz & Nane, camino a mis clases, me sorprendió ver un tipo que corría a todo, entre las dos filas de carros. No zigzageaba, no vigilaba a ver quién lo iba a atropellar, no respetó el semáforo, no estaba borracho, no perseguía a nadie. Corría desaforado, a buen paso, en dirección al este. Iba vestido con pantalón beige, camisa naranja-piña, mocasines café y anteojos, como si recién saliera de alguna oficina. En la mano llevaba una bolsa de plástico blanca llena de algo y la alzaba para que no pegara con ningún carro. Nadie le pitó. No lo paró ningún tráfico.
Tal vez así era Cazadora, pensé. El que Mimí me contaba que en los años sesentas corría todos los días de San José a Cartago a la par de la carcacha que hacía de bus, en cada una de sus carreras. Cazadora iba siempre al lado del chofer, pero corriendo, con los pasajeros y los chiquillos haciéndole bulla y animándolo. No pocas veces lo atropellaron. Los más compasivos le ofrecían pagarle el pasaje para que se subiera “Y quién ha visto eso de una cazadora montada en otra?- contestaba- no ve que no cabo?”
Cazadora hacía los altos y las paradas de la ruta. Se decoraba el pecho con estampitas y dados de peluche y se guindaba espejos retrovisores, un radio de transistores y luces rojas y amarillas. Cuando no le daba el aire, se autorecetaba revisión mecánica. No caminaba hacia atrás, hacía reversa. Imitaba los sonidos del motor y del pito. Exigía que lo revisara el cheque en las terminales. Lo suyo era una romería motorizada para allá y para acá varias veces al día. Cuando los buses fueron más grandes, más fuertes y más rápidos, dejaron a Cazadora botado y se quedó en alguna orilla de la carretera.
La ciudad acabó con sus propios personajes. Muñeca, una viejita que se creía niña y andaba en los brazos un bebé de plástico. Azulito, que tenía una fascinación por recoger de cualquier parte todo lo que fuera de ese color. Y, por supuesto, Juan Chunches, de nombre de esos que se explican solos.
Deja un comentario