Considerando que nunca he tenido una pechonalidad que siquiera llame la atención pública (mucho menos la privada), nunca le he puesto mucho cuidado a lo que tengo pegado al tronco a menos que me golpee y suceda- que casi nunca pasa- que me duela. O sea ellas van conmigo por la vida sin mayor molestia. Están presentes como lo están mis orejas, solo que a estas ni a putas les meto aretes o piercings o lo que sea.
Tanto, que en la adolescencia consideré que ante la evidente escasez, tal vez no era ni siquiera necesario usar nada que lo sostuviera, ya que ni bamboleaban ni estorbaban (ni antes ni ahora… es tan poca cosa que la gravedad no las afecta), pero la moral externa indicaba que no podía andar por ahí de provocadora. Pero lo cierto es que si la tela es suficientemente gruesa, puedo andar libre como el viento que ni me doy cuenta. Puedo usar talla S de camiseta y no sé lo que es decir “Este brassier no me queda, me puede alcanzar una talla más grande por favor?” o “No, no me gusta, es que me hace ver muy tetona“
Un escote lo único que evidencia es la cuasi ausencia de su presencia y enseña mi costillar y el esternón en toda su planísima gloria… entre una y otra no tengo un surco sino un valle inmenso que hace que en lugar de estar en estrecha comunicación, una con la otra, haya que comunicarse a los gritos como de peña a peña o, como en mi caso, de roncha a roncha. La expresión de me rebota en una, me hace maromitas en el medio y me cae en la otra en mi caso requiere de vuelo trasatlántico para la parte de las maromas.
La ropa apretada en el torso solo evidenciaría mi carencia. La salida al mercado del Wonder bra; copas con relleno y alambres, y demás hierbas, me permitió rajar de tener algo que no tengo, con la consecuente desilusión cuando la cosa estaba buena, nos salía algo a las tres (a las dos pequeñas y su dueña, aquí suscrita) y caía la compleja estructura al piso, junto con tres tallas y el volumen que podían haber atraído a la potencial víctima.
Tienen encima un defecto de conectividad y básicamente hacen lo que les da la gana. No reaccionan al frío, a las manos u otras cosas normalmente, como la gente rumora en mitos y en esas aseveraciones populares que confirma la ciencia y la suscrita, en mi supuesto programa de sexo en TV. En resumen, tengo mal conectados los cables o se requiere un pico de voltaje a lo ver a Bill Clinton de cerquita, a distancia de pellizco en nalga para estabilizarlas.
Por suerte en el sambódromo celestial me compensaron con cañas largas y, modestia aparte, a juzgar por las cosas que he oído y que me han logrado, son de merecer (Nota de Sole: Recuerden, No hay cosa que un buen par de piernas noi puedan conseguir. Ese ruidito molesto que se escucha es el crujir de dientes de las feministas). Entonces cuando me habla uno de esos machos que tiene en el automático hacer el chequeo de rigor- cambio de luces que llaman- se fija 2 segundos en mi pecho y viendo que no hay nada que reportar o que amerite detenerse sigue bajando y ahí puede que sí se quede un rato, dependiendo, como confirman Tugo, Otrova y Oscar de dos factores esenciales: a. Descaro, o en su defecto, b. Huevos para comerse la bronca por ser tan descarados.
No he tenido hijos que alimentar así que no han prestado sus servicios a la patria. Me defiendo contando el viejo chiste de la diferencia de sobro y desperdicio diciendo que sobro es lo que no cabe en una mano (en mi caso no sobra nada) y desperdicio la otra, para dar idea de cantidá y un volumen inexistente. Me escuchan el corazón sin intermediarios. Gano peso y se va directo a las caderas sin ensancharme lo de arriba ni media copa.
La silicona ya se ha ido proletarizando y hasta está de moda hacérselas nuevas para todo el populacho. Pero para qué quiero yo esa incomodidad, primero de operarme, segundo del gasto y tercero de ese montón encima mío? Dicen que no puede uno dormir boca abajo, que al correr la tiran a una de lado a lado, que hay que usar soportes especiales, que no se sienten idénticas al tacto, he visto unas que parecen que asfixiarán a la dueña porque falló el ángulo de colocación, que hay que cambiar los implantes cada diez años, y además, por supuesto, esa situación difícil de decir “Jefe, no vengo 15 días, me voy a poner dos copas adicionales, ahí le cuento cómo me fue y si su doña lo permite, se las enseño” o responder al “algo te veo distinto…” con “sí, me puse tetas”. Me temo que no es lo mío.
Tampoco los implantes arreglan las conexiones y en más de un caso, más bien las joden. Y además que me parece que no es para tanto. Que sean pequeñas no es un defecto incapacitante y sin agraviar a las que se han operado, me parece que caer en eso sería como ceder al maximus del consumismo y encima por vanidad de hembra. No quiero a los 75 años verme como una pasa con tetas de 25 (tampoco que me lleguen al ombligo, pero de eso creo que no hay riesgo). De las pocas cosas, entonces en las que me acepto como vine de fábrica.
Porque soy hipocondríaca, para mi cumpleaños, anualmente, me hago un ultrasonido de mamas (aun no me toca mamografía) y le ruego al doctor que tiene un escalofriante parecido con el Dr. Smith de Perdidos en el Espacio; que si tengo cáncer, no dicte enfrente mío “Se observa pelota de 15 centímetros, con evidente tinte de maligno y muerte segura en cuatro días y medio”, pero con esa vocación de ser víctima y payasa y nunca ni siquiera considerando que algo así pueda ser cierto.
La semana pasada supe de Kat, muy querida para mí, que sufrió una masectomía doble. Le cortaron los dos pechos, por cáncer. Pensé mucho en ella y luego en mí, en que me pasaría si me pasara algo así. Kat me dijo, llorando por teléfono, que su recuperación le estaba costando mucho. Que no era tanto el dolor físico como que no se acostumbraba a estar sin pechos y que se sentía tonta y débil y cobarde, porque a pesar de que agradecía seguir viva, los extrañaba demasiado. Y hablaba una mujer que llevó a la práctica su intento y su ideal de cambar el mundo.
Independientemente del terror que provoca el cáncer y que la vida está por encima de dos tetas, lo cierto es que hay algo en ellas, que lo quiera yo o no, funcionen bien o no, llamen la atención o no, sean grandes o no, me importen o no, estereotipo machista o no, que me hace mujer; y perderlas sería un dolor enorme en el alma aunque con eso me salven la vida. Un dolor solitario, además, porque nadie que no haya pasado por eso podía entenderlo, creo. Un dolor- perdón que discrimine- que creo que solo una mujer podría entender por completo. Perder algo muy mío, parte de mi intimidad con mi cuerpo, algo como lo que uno siente cuando te roban algo, cuando te registran algo, como esa violación a la privacidad, a lo que es uno. Todas automáticamente sentimos compasión cuando escuchamos esos recuentos.
He leído y sé que las mujeres que pierden uno o ambos pechos tienen un duro ajuste psicológico. Despertarse de la anestesia y ver qué quedó en ese pecho plano y vendado. Que les da vergüenza, dolor, que las lloran. Que se apoyan entre ellas. Que usan prótesis y si existe la opción, implantes, sin importar la edad. De repente, aunque no amamanten hijos, aunque ya no haya pareja, aunque nunca fueron bailarina
s de A todo dar ni modelos de calzones para borrachos con cámara en el celular, aunque su pareja las quiera vivas y sin cáncer con o sin tetas, aunque nunca nadie las vea, tener pechos es de nuevo importante, importante para ellas, aunque para nadie o para nada más.
Y pensé en mi abuela materna- que del infierno goce la viejilla rata- que también perdió los dos pechos por cáncer y era su vergüenza más dolorosa (eso y que su adorada hijita se hubiera metido con mi papá) y su secreto más oculto Fue hasta después de muerta que yo supe de cómo se cosía a mano rellenos para los brassieres y nunca nunca comentó con nadie lo que le había pasado. Tres de mis tías maternas han tenido pelotas en el pecho que han ameritado cirugía, igual que una de mis hermanas. Soy costarricense y eso solo- sin contar el riesgo familiar- me aumenta el riesgo de un cáncer de mama, el segundo en frecuencia en este país, potencialmente. A mí y a vos, si sos mujer, que estás leyendo. A mí y tu esposa, a tu mamá, a tus hijas.
A las mismas mujeres que sabemos perfectamente desde que tenemos memoria de adolescentes, que hay auto examen mamario y nunca nos lo hacemos. Dura treinta segundos, o sea, lo que dura un anuncio de la novela, de las noticias, de Desperate Houseviwes o de cualquier otra porquería en la tele. Dura menos que escoger qué ponerme hoy. Menos que pintarse de rojo la trompita. Menos que encontrar las putas llaves. Menos que cambiarse las medias que se rompieron. Menos que una conversación promedio por teléfono. Menos que hacer fila en el super. Menos que leer este post. Es sencillísimo. Y no lo hacemos.
Hoy, saber a tiempo de un cáncer ya no es una sentencia de muerte. Es una oportunidad de detenerlo a tiempo. No se vale decir que tengo miedo, que mejor no me lo hago por si me encuentro algo, que prefiero no saber, que eso no me va a pasar a mí, que no tengo riesgos. Yo prefiero saber sana y buena, que un doctor diciéndome que harán todo lo posible pero que qué lástima que no lo encontramos a tiempo.
Sonaré como campaña de gobierno, pero entre ese trauma y vivir el infierno de un diagnóstico de cáncer y preguntarse si aguantaré, si podré soportar la quimioterapia, si mi pareja soportará vivir eso conmigo, si me dolerá mucho, si mis hijos estarán bien, si me voy a morir pronto o a largo plazo, qué cuesta darle 30 segundos de oportunidad a la vida? Hacerse un ultrasonido o una mamografía al AÑO?
O es que el Ipod, el viaje a la Yunai o a cualquier otro hueco, la ropa nueva, esos zapatos divinos, la agenda de Cohello, el concierto de la Cervecería, el disco de Jamiroquai, la temporada tres de Alias en DVD, el maquillaje caro, los rayitos, tintes y cortes de pelo, las joyas enchapadas y las de fantasía, los chécheres como anteojos de mosca o bufandas tropicalizadas, esa caja de veneno, digo de cigarros, los tapis del viernes, la ropa interior colombiana, estar como un chancho frente a un tele sin hacer ejercicio, comer papitas pringles y demás mierda empacada, las toallas con alitas, las cremas rejuvenecedoras, los tratamientos contra la celulits, los mani/paticures, el nuevo vestido de baño, ese hotel todo incluido, la nueva colección de primavera de Cemaco, un celular planito con canción de Love Story, cambiar el carro, la cosmopolitan de este mes, previenen el cáncer?
Supongo que si uno tiene silicón por cerebro, una responde con sonrisa número treinta y cinco muy convencida: Sí, lo previene. En serio. Alguien me contó que es cierto.
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