El viernes fue 24. El viernes hace dos años, visité por primera vez esa ciudad donde por años él se inclinó ante el poder y se encargaba de hacer bautizos, primeras comuniones y matrimonios de los hijos y las hijas de las catorce familias que lo veían como un empleado más, pero con sotana y capilla propia. Y como les decía que eran todos muy lindos y muy buenos y muy blancos y muy generosos y que para ellos estaba reservado el reino de dios, y que gente como él no se metía ni con política ni con militares ni con guerrilla, le sonreían y le daban permiso de dar misa y de bautizar a sus principitos.
Hace dos años vi su casaca ensangrentada. Su casita pequeña. La cama individual. La bibliotequita de funcionario público con libros de poemas y de Galeano. Su vida austera. La Iglesia donde lo asesinaron frente a las monjitas horrorizadas de aquella iglesia chiquita en un barrio de ricos donde había y hay todavía un hospital de caridad. Y la voz de aquella monja viejita, que me abrió la puerta a la casita con la casaca ensangrentada y me dijo que escuchó chillar al carro que trajo a los asesinos, que vio cuando le dispararon en el momento que él abrió los brazos y cayó hacia atrás y la casualidad divina de que hubiera un reportero de digamos La Nación que le tomara fotos agonizante en lugar de llamar a una ambulancia cuando las monjitas, atontadas del horror, no sabían qué hacer y se abrazaban cerrando los ojos y gritando.
Hace dos años, me paré en el atrio de la catedral y vi en el parque central. Hoy tiene zacate verde y una baranda de hierro forjado y buses y actividad y negocios a los cuatro costados. Pero lo vi como hace veinte años, de tierra seca, rodeado de edificios blancos y bajos, calles estrechas. La voz de Danilo Arias Madrigal y Rodrigo Fournier narrando de los muertos, y de los ejércitos y las personas corriendo en cuclillas para protegerse de las balas, y los gritos y los niños y los hombres desangrándose en un caño e indefectiblemente una mujer, una hija, una mamá una Mimí llorando desgarradora al muerto que le mataban en la calle, que era mejor que morir en la montaña o torturado en alguna cárcel.
Los vi tocando la puerta de la Iglesia para entrar a refugiarse, que entonces sí les abría las puertas porque para que él dejara de bendecir los abusos tuvo que ver a uno de los suyos desaparecido y torturado y muerto y vejado y escuchar las historias de lo que no había querido ver como cierto. Y se convirtió en otro. En otro que sí abrió puertas. Las abría y se ponía de su lado. Las abría y los protegía con el cuerpo. Las abría y ordenaba que en el nombre de ese dios que no tiene otro lugar sino al lado de su pueblo, cesara la violencia.
Hace un año, estuve en un pueblito colonial que se llama Suchitoto que es nahuatl para la ciudad pájaro-flor. Una ciudad que en la guerra quedó abandonada del todo, porque estaba en el medio de la línea de ambos bandos. Una ciudad que fue fantasma y que hoy tiene en el parque un resto de helicóptero caído. En los patios de los restaurantes, bombas que quedaron sin estallar, en las paredes y las calles, todavía los huecos de las balas y en la memoria de cada habitante el recuerdo claro de lo que pasó y de que la lucha no termina. Se saludan de “compañero”. Tienen hijos estudiando medicina en Cuba. Hay cooperativas y tierras comunales. Escuelas de alfabetización. Organizado por ellos y a cómo van pudiendo porque no los financia nadie.
Ese 24 de marzo, el cura de la Iglesia de Suchitoto sacó una manta enorme de ese otro curita. Sacó el altar y un micrófono. Allá subsiste la idea conmovedora de que la iglesia es democráticamente de todos y que no está del lado equivocado. Y llegaron con sus mecedoras y sus sillas, con sombreros, con ropa de trabajo, asoleados, cansados, desde sus parcelas, a instalarse al parque para oír misa.
Yo me quedé con ellos. El curita dio la misa normal, hasta que empezó a invitar a todos a dar testimonio. Uno a uno de la plaza, fueron hablando “Yo lo conocí en la Catedral”, “Yo recuerdo cuando vino a visitarnos”, “Gracias a él encontramos a mi hermano”, “Nos dio comida”, “Trabajamos con él por los más pobres”, “Ayudábamos a encontrar a los papás de los cipotes que quedaron abandonados”, “Nunca nos trató como sus empleados”, “Me salvó del ejército” y algunos incluso cantando las canciones que le compusieron al curita que se les quedó grabado.
El cura dijo que oráramos y todos se pusieron de pie y cantaron canciones protesta, no de sumisión ni de redención para la otra vida.
El cura dijo que su obra no había terminado y que hoy se alzaba otro enemigo contra el pueblo pero que escondía su traje de militar tras espejos y cuentitas de colores en paquetitos empacados con letritas en inglés y que se llamaba consumismo.
El cura dijo, entonces, veinticinco años después: “Y que no crean que a este pueblo se le olvida, porque los asesinos de Monseñor, los asesinos de nuestra gente, siguen viviendo impunes entre nosotros”
Y leyó, uno a uno, los nombres de los suchitotenses que fueron, son y seguirán siendo traidores.
Nota de Sole: Los recuentos de la Sirena , Sirena por esos rumbos me trajeron estos recuerdos. Gracias Sirena!
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