Siempre me ha fascinado el teatro. Mi mamá me llevaba al Teatro Nacional a ver las obras de Aníbal Reina y yo me desgalillaba desde uno de los balcones advirtiéndole a Blanca Nieves que la manzana estaba envenenada. Nunca me hizo caso.
Anoche vimos el musical del Rey León. Pato no entiende nada de inglés, pero reconocía las canciones. En la escuela han visto la película. Además, el montaje fue tan impresionante, que yo espero que esto lo recuerde toda la vida. Al final el teatro entero se levantó a aplaudir.
Llevan 20 años en cartelera y todos los que salen, TODOS, son negros. Algo que no es frecuente aquí ni en ninguna parte.
Pato se antojó de todo y salió con nada. Así son las cosas.
Finalmente encontramos la tienda de los souvenirs de 99 centavos. Ese precio tiene restricciones, una pared con chunchitos más bien feos. Y no incluye el impuesto. Terminé pagando mucho más que 10 dólares. Así que la estafa debe estar en otro lado.
De todos modos no estaba en condiciones de darme cuenta de mucho. Antes de irnos para allá, había comido un helado y empecé a tener una rección como de naúseas, sudar frío- todo el cuerpo- mareo. Usualmente se me quita con sentarme unos 20 minutos. Sí, sentarme. En una ciudad donde es prohibido hasta sentarse en el suelo.
Y en esas condiciones llegué a la tienda, pero me mandé como las valientes y se logró el objetivo.
Cuando salimos del Teatro, las pantallas del Time Square iluminaban la noche y por un momento crearon la ilusión de un día eterno.
Hoy nos dedicamos a caminar y caminar. Primero fuimos al Museo de las Ilusiones. Llevaba en la panza el pastelito de la mañana que tenía como 3 kilos de dulce de leche y al ver las ilusiones visuales en el museo, que eran un montón, otra vez me marié.
Pero aquí sí me dejaron sentarme en las gradas de afuera y me dediqué a ver gente mientras se me alineaban todos los chakras. Hay muchos bebés en esta zona. Muchos perritos. Más perritos que bebés.
Luego nos fuimos a caminar por un parque elevado que se llama el High Line. Sigue la línea de un tren elevado que transportaba carne y lácteos por la isla de Manhattan. Ahora es un enorme jardín con vistas de la ciudad, con obras de arte, bancas, etc.
Fuimos víctimas de la publicidad. Ayer justo vi un Titktok recomendando ir a comer a la estación Grand Central. Yo me imaginaba un food court de esos maravillosos, donde todos los deseos se hacían realidad.
Pues no. La sección de mercado es completísima, pero NO hay donde sentarse. Y en la parte de restaurantes, TAMPOCO. Todo es de a parado. Terminamos comiendo en el único donde había sillas porque Pato ya no daba el cansancio y, según él, se desmayaba de hambre. Comimos sanguches y sopita. El hambriento pidió un quequito y con eso estaba contento.
Volvimos un ratito al hotel. En el metro se montaron 3 mexicanos que venían saliendo de su trabajo. Los 3 de negros, bien peinados, perfumados y arreglados. Hay una cierta solidaridad entre los latinos, que siempre procuran hablarse en español y al hablarlo, se activa la clave: ellos la están pulseando. Y uno los respeta porque la pulsean. Nos ayudamos mutuamente si podemos.
No pasa con los españoles ni con los gringos. Para ellos, nosotros, los que tenemos pinta de cholos, somos invisibles. Por el debate vicepresidencial de ayer, salió una noticia diciendo que si Trump cumple la amenaza de deportar a todos, se cae la construcción, que depende en un 80% de latinos.
De camino vimos unos chicos bailando breakdance. Más tarde vamos a cenar aquí en el barrio. Siempre pasa que cuando uno ya reconoce las esquinas, va de salida y cuando vuelva- si es que vuelvo- nada será lo mismo.
Hemos caminado montones, subido y bajado escaleras en cada estación del metro. Comido de a parado. Esperado en filas. Ido de pie en el molote del metro. Esperar parados a que llegue. La ciudad no es accesible y a nadie le importa.
El taxi viene por nosotros a media noche y el vuelo sale a las 4 am. La ciudad se impone y exige que si ella nunca duerme, ninguno puede hacerlo.
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