A mediados de febrero del 2017 fui a un torneo de natación en Florida. Uno del que casi no me acuerdo nada, porque estaba pensando en la adopción, en cada miércoles que pasaba sin recibir una llamada, en el temor del miércoles de cada semana, en el vacío, en la tristeza, en la incertidumbre, en tener que decir al final del día “Otro miércoles que no nos llaman” sin explotar en pedazos.
Una amiga me llamó. Me dijo que una amiga de ella, que tenía acceso a información, le había dicho que ya nos habían asignado a un bebé. Un varoncito de un año y tres meses. Divino, dijo ella. Pero me pidió no decir nada, a nadie, porque comprometía a la persona que nos contó. Y de todos modos, si eso había pasado, era casi cierto que nos llamarían a la semana siguiente.
Hice algunas compras locas. Decidimos el nombre de último momento. Revisé y volví a revisar la ropita, su cuarto, sus cositas.
Era solo cosa de horas. Horas que se convirtieron en días y en semanas. Todos los días alguien preguntaba si nos habían llamado. No soltaba el teléfono. Hablaba rápido temiendo una llamada perdida. No dormía.
Pasaron 3 semanas sin recibir la llamada. Tres semanas. Y otra vez se instauró la derrota y el duelo y el dolor y le pedí a mi amiga preguntarle a la de ella si habían decidido asignarlo a alguien más. Hacía apenas dos meses había recibido otra llamada, donde me habían preguntado si recibiríamos a un chico un poco más grande, casi de 5 años. Estaba entre nosotros y una pareja que llevaba un año y medio esperando. Se lo asignaron a ellos.
El día que llamaron, me levanté de madrugada para ir a nadar a La Sabana. Tenía migraña. Ese día se suponía que llegaban mis compañeros de equipo y no llegó ninguno. Atravesé La Sabana como en una pesadilla gris y ventosa.
Ningún conocido y aquella piscina enorme. Del dolor, sentía que se movían las carrileras y se juntaban al centro, pero era el viento. Tal vez el agua fría me ayudaría.
Pero no. Me puse peor. Me temblaba el cuerpo. Tuve que salir al vestidor, que no conocía y perderme 5 minutos en el laberinto de puertas, mosaicos viejos y bombillos de 25, para arquear y vomitar y vomitar y arquear y sentir que se me iba la vida, pero sin que saliera nada, apoyándome con las dos manos en las paredes, cubierta por un paño, verde. Volví a la piscina.
10 minutos después me salía otra vez. Ya casi no podía ver del dolor y no quería llegar al punto de que me costara hablar. Llevaba meses y meses de no tener una migraña como esa. Me monté al carro con la idea de llegar al médico, inyectarme e ir a llorar a mi cama todo el día, con las cortinas cerradas.
A medio camino, en una calle de los barrios del sur tuve que parar a vomitar. Dos veces. Seguí agarrada tan fuerte de la rueda, que me dolían las manos, avanzando muy lento, rogando para no tener un choque. Cuando logré llegar al consultorio, me solté a llorar y llorar y llorar, desesperada. Me pasaron de inmediato. Ya lo mío superaba el llanto.
Me inyectaron, sí. Y me preguntaron qué me pasaba. Si tenía miedo por el bebé. Si me habían llamado. Yo no paraba de llorar porque en el fondo, sabía que no había marcha atrás y que sería mamá cuando ocurriera la llamada y eso era para siempre y era lo que quería pero de repente no estaba tan clara o tal vez sí, clarísima de que todo saldría mal, de que sería pésima, que le haría mucho daño, de que nunca podría quererlo ni él a mí, porque a mí nadie me ha querido nunca. Todos los traumas amontonados ahí, en la puerta de mi existencia, aporreando, exigiendo que los oyera.
La inyección hace que te empiece a pulsar el cerebro. Se hincha y luego, en latidos más lentos va bajando. Otra vez se hincha y duele, pero un poco menos. Y así va bajando el dolor, poco a poco. Y uno siente ese alivio químico, falso, ordenarle al cuerpo suprimir el dolor y ese estado adormecido del alivio, tan diferente de estar sin dolor. Siempre me lo he imaginado como meterle algodón en el hocico a un animal rabioso que solo piensa en hacerte daño. Por eso, la goma de la migraña, esa amnesia temporal del día siguiente, es ese mismo algodón, húmedo, apestoso, ahogando los pensamientos.
Me fui a trabajar. Era un zombie. Sin sensaciones, sin sonrisas, apagada, en piloto automático, como si no hubiera dormido la noche previa. Un cuerpo mecánico. A nadie le podía decir que sentía dolores de parto. A nadie le podía decir que estaba dilatando. A nadie le podía decir todo lo que me estaba pasando por la cabeza. Estaba llena de clichés: que el tiempo se apurara. Estaba urgida, urgidísima de que el tiempo pasara rápido. Tenía la sensación de un estado de urgencia.
Fui a una reunión. Fui al baño. Regresé al escritorio y tenía tres llamadas perdidas. Los 3 números empezaban con 2253. No le di importancia. “Alguien de San Pedro– pensé- que me llamen de nuevo”. Media hora después me cayó que era el PANI y llamé de vuelta. Ya habían llamado a papá.
“Les asignamos un bebé– Está en un hogar de cuido de Hogar Vida. Tiene un año y tres meses. Pesa 10 kilos. Pueden venir el viernes 9 de marzo a la oficina para revisar juntos el expediente?”
No sé qué pasó después- Es posible que haya pasado de mal humor y gruñendo órdenes, que es lo que hago cuando me pongo nerviosa. Sé que ese día fuimos, con cuaderno y lapicero para tomar apuntes de lo que nos dijeran y así lo habían recomendado. Nos pasaron a una sala de reuniones y nos dieron una carta. Yo ni la leí. Ya sabía lo que decía.
La trabajadora social me preguntaba qué sentía. Yo pensé que iba a llorar pero no me salía. La carta decía el nombre registral de mi hijo y así yo sabría cuál era el sexo. Ni en eso me fijé. Yo quería saber cuándo íbamos a ir a verlo.
Pero primero el expediente. Nos mostraron fotos. ¿Qué sienten?- preguntaban. Yo seguía sin llorar y por dentro, me preguntaba si lo mío era una reacción normal, porqué no lloraba, si ellos esperaban que me conmoviera, si le decía que estaba medicada, atontada, que por eso no me salía nada más que agotamiento. Yo estaba vacía por dentro.
Yo solo sentía que era un niño feo. Me dieron permiso de tomar fotos de las fotos y me temblaban las manos. Es feíto. Pero no sé qué me imaginaba yo que iba a ser. Pero tal vez puedo aprender a quererlo. ¿Porqué nos habían dicho que era divino? ¿Lo habían cambiado? Al final de la reunión sacaron las hojas del expediente con las fotos y nos las regalaron. Las iba a ver todos los días, muchas veces al día, hasta verte en vivo.
Nos dijeron que habías nacido junto al mar, un día de noviembre, antes de tiempo. Nos hablaron de tu progenitora y su vida de dolor y desamor y de niña. De vos en un hospital conectado a una máquina, del traslado al México y de tu salida, sin nadie que estuviera ahí para llevarte alzado, envolverte en una cobijita, darte un chupón, decirte algo de tus ojitos lindos. La madre de tu progenitora es menor que yo. Tu progenitora podría ser mi hija.
Yo tomé apuntes y mi letra se ve corrida, inquieta y un poco perdida. Memoricé la foto de la cédula de adolescente de tu progenitora, por si algún día me preguntás cómo era ella y hay días que te veo gestos que me recuerdan a esa muchacha. El único momento en que lloré fue al escuchar la historia de ella.
Preguntaron si aceptábamos tu historia, así de cortita como era. Claro- Es que hay gente que dice que no. Bueno, pero nosotros estamos diciendo que estamos de acuerdo.
Nos hablaron del hogar de cuido, en Sarchí. Del reporte de la trabajadora social que te visitaba, de tu desarrollo.
Preguntamos si le decías mamá y papá a la familia que te había acogido. Y no sin cierta envidia y celos prematuros, preguntamos porqué no les decías tía y tío. Porque no sabíamos en ese momento, lo que ellos habían hecho por vos, lo que hacían los hogares de acogida. No sabíamos nada. A los cuarenta y tantos, éramos primerizos, impacientes, arrogantes, orgullosos. Pero sobre todo asustados.
Yo sabía que en muchos casos ese mismo día se conocía al bebé. Y aun hoy creo que fue por mi reacción aturdida que la trabajadora social dijo que mejor nos daba una semana para ajustarnos, comprar silla de bebé para el carro, para comer, una cuna, una tina, cositas de un niño pequeñito y que sería hasta el 16 de marzo que te conoceríamos en vivo. Ella pretendía que con escuchar la historia yo dijera que ya te adoraba pero yo no tenía eco por dentro porque por dentro no sentía nada. Estaba dormida, anestesiada.
Ese día me vino la regla, en hemorragia. Cataratas rojas de tejido. Se me rompió el útero.
Me llevé un temor nuevo: de no poder llegar a quererte. De no ser suficiente. De no lograr hacer el vínculo. De que fuese cierto lo que me habían repetido siempre: Ya estás muy dañada.
Pero ya eras una realidad, Patricio. Ya eras mío.
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