Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

50 pecho

Patito:

Hace unas semanas, mamá se fue en avión, a nadar a una piscina que queda muy largo de aquí. Me enfermé, con una gripe repentina y en una de las pruebas en las que esperaba hacer menos tiempo, en la de 50 libre, hice un tiempo muy malo. No sé si fue la gripe, o el miedo, o el calor. Hacía muchísimo calor. Cuando uno se quitaba del ventolero de los abanicos industriales, casi de inmediato quedabas empapado en sudor.

Cuando terminé esos 50 metros estaba a punto de un ataque de pánico y quería llorar. Pero no pude, corazón, porque tía estaba ahí y me insistía en que lo había hecho bien. Mis compañeros estaban ahí y decían lo mismo. A cada lado que volvía a ver había gente y yo tenía que sonreír aunque no me había estabilizado. Si hubiera podido llorar, se me pasa en 10 minutos. Pero como no pude, me tomó hora y media antes de volver a respirar normalmente.

Patito, mamá había entrenado todo un año para esto. Ya no sé ni cuantas madrugadas. La vida, amor, es un poco como la natación. Te preparás y solo hay una oportunidad: la competencia. Y en menos de 90 segundos, al menos en mi caso, sabés si lo lograste o no. Y si no, lo más difícil es pasar la página. Recogerse del suelo, sacudirse y decir: en la próxima será.

Con las pruebas que siguieron ni me preocupé. Como te dije, estaba enferma, tratando de mejorar con medicinas de venta libre y mi propia automedicación. El 100 libre lo sentí veloz, pero el reloj dijo otra cosa. Mejoré los tiempos del 50 y 100 dorso, pero en las fotos y los videos, se ve como llevaba los pies muy abajo. Fue el mejor tiempo de mi vida. Pero es que el tiempo previo lo había hecho resbalándome en la salida. Y hay muchas cosas que influyen: no es mi casa, ni mi cama, ni mi almohada, ni mi cobija, ni mi país, ni mi comida. No es mi carro, ni mi ropa habitual. No es mi misma hora, ni mi clima, no es mi piscina. Ni siquiera el agua sabe igual. No es mi tele, no es mi clima, el aire acondicionado me seca y me enferma. No encuentro nada en la maleta. Luego me consolé y me resigné: estoy haciendo mis primeros tiempos en Panamericanos. Cuando vaya a Medellín, en dos años, voy a mejorarlos.

Calentábamos en la madrugada y al final del día. Estilos, llegadas, salidas, clavados. Creo que pocas veces en la vida he nadado tanto en tan pocos días.  Había vestidos de baño empapados por todo el cuarto. No sé cuátos paños del hotel dejé perdidos. Nadar. A la cama a descansar. De vuelta a nadar. La cara y la piel secas. El aire acondicionado. La tos.

En cada prueba que, quedaba de 11 o 12 en mi categoría y las medallas las daban hasta el puesto diez. Es cierto que yo iba- racionalmente- convencida de no ganar nada. Pero también es cierto que algo me ardía un poquito cuando veía a todos con una medalla y yo, ni siquiera llegando a los tiempos que hice en el entrenamiento.

Mi esperanza era el 50 pecho, la prueba en la que estaba convencida que tal vez podría quedar entre los 10 primeros, mi estilo positivo, lo que venía entrenando y en cada calentamiento, intentaba cruzar la piscina de 50 metros para demostrarme que aguantaría el ritmo durante toda la distancia.

Ese día, mi vida, ese día me fui a la banqueta a hacer fila esperando mi turno. Unos segundos después, tenía el cuerpo resbaloso del sudor. No importa. Me ayudaron a subirme, como en cada prueba, excepto dorso, claro. La banqueta es alta y por alguna razón, pierdo el equilibrio y me cuesta.

Tenía claras las instrucciones: “Usted mídase. Rápido, rápido, mantenga el ritmo. Por primera vez, compita. Fíjese en la que va al lado y hágase el propósito de que no le pase. O que no le saque más de tanto. Vamos cambiar todo. Vamos a salir de ese individualismo, nadar para usted, sin ver el mundo alrededor. A partir de ahora, competimos.”

Mi carril era el 7, terminaría cerca de la escalerilla, que es bueno porque mamá no sabe salirse de la piscina de otra forma. No tengo tanta fuerza en los brazos y me pesa el cuerpo mucho. El carril 8 iba vacío. Yo tenía que fijarme en la del carril 6.

Take your marks. No te movés. No te podés mover. La cabeza bien abajo, la barbilla pegando al pecho. Los brazos por encima de la cabeza. El brinquito de la salida. Hacia adelante. No importa si te hundías mucho. Largo el jalón. Largo.

Ahí, amor, se me borra la memoria. Sé que cuando salí a la superficie no vi a nadie a la par mía. Creo que iba adelante. Tenía que medirme pero empecé tan rápido, que al patear sacaba agua de la fuerza con la que juntaba las piernas. Lo que normalmente hacía en 45 segundos lo hice en 32.  No sé bien qué pasó esos 25 metros. El recuerdo empieza cuando pasé la mitad de la piscina y me empezaron a doler las piernas. Bajé la velocidad. El dolor seguía. Me empezaron a pasar las demás. Dos metros antes de las banderillas, el cerebro dijo “Adelante” y el cuerpo no respondió.

Otra vez quise llorar y paré. Que me recoja el salvavidas, como a la muchacha que se descompuso nadando mariposa. Que me saquen con grúa. No me importa. En esta piscina, bebé, yo no llegaba al fondo. Ahí me quedé, no sé cuánto tiempo, manteniéndome a flote. Veía la orilla tan cerca. Y el ruido de mis compañeros gritando mi nombre, dándome ánimo. La luz del sol colándose por las ventanitas altas.

No puedo. Pero también me acordé que vos me estabas viendo en vivo, porque cada competencia la estaban pasando en streaming. Entonces pensé que aunque no entendés mayor cosa, algún día te podría contar esto o lo podrías leer. Y pensando en vos, volví a nadar. Cada patada me sacaba las lágrimas. La gradería estalló en gritos de alegría.

Después supe que me descalificaron, en mi mejor prueba, por primera vez, me descalificaron. Ese momento eterno en que me mantuve a flote, hice movimientos que no eran de pecho. Y eso fue suficiente.

Logré llegar a la orilla. Esta vez lloraba, pero no de ansiedad. De dolor. Nunca me había dolido así el cuerpo. No podía casi caminar y casi tampoco hablar. Mi profe estaba ahí. Me ayudó a salir y se quedó conmigo. Me llevó a unas sillas cerca y me dijo que para cosas así, él estaba ahí para mí. Que ahora entendía el dolor que sentían mis compañeros cuando competían. Le dije que no me medí, pero que venía viendo la persona al lado mío. Me dijo que lo vio. Que vio cuando me fundí. Que estaba feliz y orgulloso de mí. Que técnicamente cumplí con lo que me pidió y que me había salido de esa zona de confort.

Y lo que más me impactó: me dijo que lo que había pasado, es que había llevado el cuerpo al máximo. Lo había dado todo. Todo. No miento ni te exagero cuando te digo que nunca, en la vida, NUNCA, había sentido eso antes.

Mamá quedó en shock, Pato.Y necesite como 3 días en silencio, pensando, para tratar de procesar qué era exactamente lo que había pasado. Y lo que pasó fue esto:

Patito, mamá nunca antes había dado el máximo. O sí, pero no así.  Te explico. Desde pequeñita, siempre me dijeron que soy inteligente, capaz, brillante, como mi papá, tu abuelo Alejandro. Entonces siempre tuve miedo de arriesgarlo todo, de darlo todo, de ponerle con todo porque si lo hacía podía fracasar y se darían cuenta que no era tan capaz, ni como ellos creían que yo lo era y mucho menos como mi papá. Porque si intentaba y perdía, se darían cuenta ellos y yo confirmaría, la clase de fraude que era.  Lo débil que soy. Lo pura tusa. El tiempo tan largo que los he estado engañando.

Y a la vez, porque sí soy inteligente, resulta que, en lo académico, con poco bastaba. No me costó el colegio, ni la U. Lo que nunca quise saber es qué pasaría cuando hiciera mucho. Tampoco quise nunca dar la lucha por nada. Prefería rendirme, salirme sola del juego, dejar  caer antes de pelearla, bajar siempre las manos. Justificar. Racionalizar. Llenarme de excusas. Y así, a lo largo de la vida, he perdido todo: amigos, oportunidades, amores, becas, experiencias. Todo con tal de no exponerme, con tal de no lucharlo y perder.

Lo justificaba, por supuesto, criticando el canibalismo y violencia de cualquier competencia. Siempre dije que no estaba dispuesta a aguantar gritos ni exigencias de nadie. Mucho menos críticas o que me corrigieran. Decía que lo mío era hacer las cosas por gusto o mero interés recreativo y no por la piel tan delgadita que en realidad tengo. Al cabo que ni quería. De por sí esas uvas están verdes. No me importa. No me interesa. Dejalo así.

Cuando me dieron la beca para Alemania, yo no apliqué. Me escogieron. Prácticamente me cayó del cielo. Y aunque me moría de ganas de ir allá, mi primer día en Berlín fue de una tensión impresionante y yo con un berrinche insostenible ante la magnitud de lo que estaba viviendo.Y Berlín resultó ser una de las etapas más felices de mi vida.

Cuando terminé la carrera, no apliqué a una beca para Europa por miedo a perder, a que no me la dieran.  O a que si me la daban, no llegara a ser como lo fue mi papá en Madrid o en Roma. Cuando me gustaba un muchacho, prefería no hablarle que exponerme al rechazo. Quererlo de lejos. Imaginarme una vida con él.

Cuando llegaste vos, fue una excepción. En las primeras semanas llevé el cuerpo al máximo. Lo di todo. Pero también hice un enorme berrinche, una cólera contra todos y contra mí porque nadie me había advertido esto de la maternidad y luego caí en una fuertísima depresión. Quedé agotada, dos semanas sin dormir, contracturada, 1o kilos más gorda. Me tomó casi un año reacomodarme. La otra excepción fue cuando compré la casa, casi empujada. Esa vez también hubo berrinche y cerró con una crisis de ataques de pánico: un mes sin dormir.

Yo he pasado, Patito, más de 40 años buscando cómo evadir enfrentarme conmigo misma. 40 años buscando otros caminos para evitar la adversidad, aunque sean mucho más largos, aunque me alejen de algo que quiero. Más de 40 años resignándome a donde me llevaran esos otros caminos. Más de 40 años con miedo y el remordimiento de que podía haber hecho más, de qué hubiera pasado si daba la lucha. Más de 40 años sin agarrar al toro por los cuernos, y las pocas veces que lo hice, de un colerón y berrinche agotadores.  40 años de ver a otras personas, menos capaces que yo, arriegarse y darlo todo y a veces, lograrlo. Y la envidia que sentís, porque yo podría haberlo hecho y no lo hice.

¿Me entendés lo que me pasó, Patricio? De repente, yo, que nunca hice deporte de ningún tipo, estaba, voluntariamente, dándolo todo. Casi sin darme cuenta era otra, entrenando, siguiendo instrucciones. Compitiendo. Dándolo todo. Por gusto.  Y esa sensación tan diferente en el cuerpo. Ese orgullo. Sabés qué pensé? Que así se siente la felicidad, tan distinta de esa primita escandolosa y efímera que es la alegría. Nunca le creás a nadie cuando te diga que la felicidad es cotidiana porque no lo es. Son momentos, apenas, a lo largo de la vida, pero que se quedan con vos.

Lo hice por gusto y por vos. Porque no quiero que vos recorrás mi mismo camino, ni que usés mis mismos zapatos. No quisiera que te privés de nada, ni siquiera de esa sensación de ser un perdedor, pero no uno que sabe que pierde por cobarde, sino el que sabe que aunque perdió, lo hizo todo.  No quisiera que escojás perderte en el laberinto que buscar la salida aunque eso implique enfrentar al Minotauro.

Cuando volví, el primer día que nadé pecho de nuevo iba muy rápido y dos metros antes de las banderillas, de repente el cerebro me transportó y me vi de nuevo allá, en aquella piscina y otra vez el dolor, la vergüenza y el miedo, la luz, el calor. Pensé que iba a tener que parar. Pensé que había quedado traumada y que no podría volver a nadar pecho nunca más. Pensé que me estaba volviendo loca.

Le conté al profe y me dijo que era normal. Que era por lo que había pasado allá. Que a los nadadores muy rápidos, siempre se les pedía buscar ese lugar, esa sensación, el umbral del dolor y cuando llegaran ahí, cruzarlo. Cada vez se alejaría más el umbral. Cada vez habría que hacer más esfuerzo para llegar ahí. Pero solamente cuando uno aguantaba, cuando uno no se rendía, cuando lograba pasarlo, mejoraba como nadador.

Patricio, hoy mi papá- el mío, porque me cuesta acostumbrarme a pensar en él como tu abuelo o a compartir la intimidad de su recuerdo aunque sea con vos- cumple años de muerto. Aquel día, en esa piscina, en ese otro país, un día de agosto que era verano, húmedo y caliente, la que había sido yo, se murió. Y renací como otra.

A partir del min 9:25- Heat 4 Carril 7. Gorra blanca

 

 

2 gotas de lluvia en “50 pecho”

  1. Ericka dice:

    Hermoso.

  2. Mar dice:

    Sole, no te conozco ni me conoces pero puedo decir que a través de vos, me reconozco. Hace muchos años venía acá a leer como quien se mete a una biblioteca-lugar sagrado- a encontrarse. No exagero cuando digo biblioteca, porque muchas veces antes de retomar la lectura de un libro, prefería venir a leer tus escritos que siempre me han parecido cotidianos y honestos y han tenido la magia de conmoverme,

    Hoy vine, no se por qué y quiero decirte que tu relato, tu experiencia, tus palabras a Pato, me han sanado. No he podido parar de llorar porque llevo un año completo metida en una piscina, poniendo mi cuerpo, mi cabeza y mi alma, nadado mariposa en mi propia historia a la que siempre le he rehuido tanto. Cuando veo la fecha de este escrito y leo setiembre 6, me quedo paralizada y lloro más porque fue justo en esa fecha en que con psicoanalista a mano y todo… quedé a mitad del carril, me hundí, tragué toda el agua….y no sabía cómo salir.

    Lo que me llevó a estar nadando en esa «piscina» fue justamente una decisión que tomé de darlo todo, lo cual no pareciera descabellado si no fuera que «lo di todo» en todas las áreas posibles, a lo kamikaze, a lo contrafóbico, yo que nunca me había arriesgado a ese nivel en nada, yo que evité a toda costa la competencia siempre. Y perdí. Perdí en todas las áreas.

    Hoy, luego del renacimiento que sigue a una pérdida multinivel, por estos azahares misteriosos llego acá y te leo y me siento menos sola y siento como la cosquillita que sigue estando poco tiempo después, cuando algo cicatriza.

    Las palabras a veces no alcanzan…. ¡GRACIAS!

Y vos, ¿qué pensás?