Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

De paseo

desde la isla de

Huimos hacia el noreste, a una finquita de fin de semana, en un ride a cargo del novio de la gringa amiga de mi amiga. El novio en cuestión, un mae con pinta brava de árabe, peludo, oscuro, moreno, ojeroso, patán y machista, que confirma llamarse Sean, un nombre profundamente irlandés, aunque dice ser iraní. Tiene cara de Mohammed Abdullah y sí, sé que suena racista. Pero es cierto. Se comporta como un macho de medio oriente en la forma en que maneja, lo que le dice a la gente que se le atraviesa, el rap que va escuchando todo el camino, las cosas que dice. La gringa esta debe estar en la lista de vigilancia de la NSA  por andar con este prototipo de terrorista que encima vive en Alemania y nosotros ahora también por habernos montado con él al carro. Cuando me dan la oportunidad de escoger música, pido a Oscar d’León, el diablo de la salsa, y por 20 minutos la sensación de sol, música y paseo es puro  Caribe.

Hace calor. Mucho calor. Mucho. 37, 39, 39 grados. Al próximo que me diga que de todos modos yo debo estar acostumbrada porque vengo del tópico, le meto un manazo. Nada de aire acondicionado en ningún lado.  Tampoco hielo. Todo lo toman a temperatura ambiente que es casi hirviendo. Encima es agua con gas que me sabe a alka seltzer y no sé si el agua del tubo es potable o me van a salir lombrices. Me quiero volver chango, porque no hay ni medio centímetro de viento, sudo como si estuviera haciendo bicicleta y paso empapándome con mangueras cercanas, monopolizando hamacas y sombras.  Somos como 30 personas, haciendo nada, sentados, conversando . Cuando dicen que vamos a nadar, soy la primera que se monta en el carro.

Atravesamos a pie un bosque como en los cuentos y por primera vez en la vida nado en un lago  enorme de parches helados. Debo ser la única con anteojos de nadar, pero me mando como si fueran las Olimpiadas, rajando de mi técnica variada ante el nadado de poza de los demás, yendo cada vez más lejos, cuestionándome si me animo a nadar hasta la otra orilla, a 300 metros. Después de entero que el lago tenía 24 metros de hondo y estaba lleno de pescaditos. El asco depende del conocimiento. Con razón en las pozas la gente nada con la cabeza afuera. Si hubiera sabido eso antes, me quedo en la orilla derritiéndome al suave y sufriendo con los mosquitos, que por dicha no me encuentran para nada dulce. Seguro tengo sabor algo tropical y exótico.

Luego almorzamos, como 15 tipos distintos de ensalada. Yo gravito hacia las que tienen pinta de estar más frías. Las traen en bolsas con paquetes de hielo, pero son cubitos de hielo ni hieleras. Como tengo hambre, me atraganto y otra vez me topo con ese  bodoque de calor y sin nada con que bajarlo. El vino se ve helado, no sé de dónde lo trajeron y desesperada pido un vasito de vino blanco. Tantos años abstemia me pasan la factura y en tres tragos, quedo hasta el culo y me muy a pasar la borrachera, el mareo y la habladera blasfema a una hamaca.

Hay un manejo tan, pero tan diferente del cuerpo. Las mujeres mayores, gordas o no, todas en bikini. No es un tema de vanidad o de distorsión de la percepción de la condición física, es más bien comodidad, porque al salir del lago, se quitan una parte y se ponen los calzones y listo. Andan en bikini en la finca sin mayor asunto, ni camisas, salidas de playa o nada de esas cosas para disimular pudores. Los chiquitines, chingos o nada. Los mayores se sienten cómodos dentro de las fronteras de su cuerpo y los envidio como ellos envidian que se me acentúa el color caramelo mientras ellos nada más se ponen muy rojos

En la finca la ducha es al aire libre y todos, menos yo, obvio, van chingos o nada y nadie le importa ni le llama la atención. Más de uno anda en calzoncillos y camiseta, campaneando por todo lado. Lo que me lleva a una casualidad extraña. Al llegar a la finca me topo una cara conocida que me da mucha risa: Gabrielito, a quien hace años conocí recién llegada, de forma muy muy íntima. Genuinamente divertida, le digo a Marcelo: Ese es Gabriel, al que le vi la pipí aquella vez recién llegada a Alemania.  Quiero llamar al Patán y compartirle el dato porque sé que lo apreciaría y otra vez me pediría detalles.

Como yo soy la única que no se cambia a campo abierto, busco como encerrarme en cuartitos pequeños y sofocantes para quitarme y ponerme el vestido de baño. En una de esas luchas, porque no hay nada peor que cambiarse cuando uno está sudado, Gabrielito entra sin querer y me ve en toda la gloria de mi chingoletura. Al menos tengo tetas nuevas y bonitas. La deuda de tantos años está saldada. Como diría Cornelia: ¿Cómo vamos a tener pena si ya nos conocemos?

Lo del cuerpo no es solo el manejo de la desnudez. Es todo. Ini y Achim, con más de 75 años, le sacan kilómetros de ventaja a cualquiera en la bici. El ex marido de mi amiga, Michael, tiene 60 y hasta hace poco hacía triatlón y al nadar se le marcan unos músculos que ya los quisiera yo más cerca. Todos caminan montones, nadan, les cuadra ir de caminata y comen sanísimo, pero a la hora del guaro, se les activa la herencia, beben como cosacos y a la mañana siguiente se nota que quedaron muy pero muy averiados. Hay un excusado de hueco, sí, esos son los goces de Europa. Una caja de madera con corazoncito tallado en la puerta. También por eso me aguanto la sed a como pueda. Primero me deshidrato antes de usar esa gusanera.

Los niños de la guerra, que hoy tienen casi 80 años son mucho más bajitos que el promedio alemán e incluso el latinoamericano. Yo especulo que fue malnutrición y hambre. Achim nos cuenta de cómo con 4 años, él, su mamá y dos hermanos tuvieron que salir huyendo de Silesia por el avance de los rusos, a pie. El bebé murió de camino. Cómo después de la guerra, por alguna razón, había muchos pepinos y eso era lo que la gente comía. Me da la impresión que la guerra deja de ser tabú y pasa a ser más cotidiana. Ojalá que así sea porque el hablar de eso cura.

Somos tan distintos… yo daría medio riñón por piscina clorada y aire acondicionado y ellos están felices armando tiendas de campaña en este infierno. Será que cuando hay estaciones se disfruta la condición propia de cada momento, pero dormir en el piso, en una olla de presión, no es mi idea de vacacionar contento. Hay uno de ellos que es la excepción a la regla y no logra armar la tienda, se le cruzan las varillas y cuando lo logra le queda chueca y tienen que venir otros a ayudarle. Debe ser como ser tico y no saber nada de futbol, ser un inútil para cambiar una llanta o para cualquier otra cosa de la idiosincrasia.

Mi teléfono tiene chip nuevo y se me olvidó el pin en Costa Rica. Aquí conseguimos uno local y muy rápido me quedo sin batería. No recuerdo la última vez que pude estar un día completo en paz, en silencio, sin llamadas, emails, sin tener que hacer mandados, ir a algún lado o estar atendiendo algo. Creo que a esto es lo que llaman descanso.

Al anochecer, me avisan que vamos a hacer una Polonesa.  Pregunto porque la única que conozco es la de Chopin y no sé si será una tarta de frutas o algo parecido a una Carlota. Pero no. Es la versión alemana y rococó del boogie dancing, una coreografía de tiempos idos barrocos, por parejas, que se van juntando, girando, haciendo trencito, pasando entre ellas, con Chopin a toda chancleta. Cada pirueta es cronometrada y se aplaude cada vez que sale bien. Se hacen los movimientos como de salón de baile con candelabro, las reverencias, el paso elegante. Era algo de la clase alta, con lo que iniciaban los bailes y que ahora se acostumbra cuando hay mucha gente.  Y eso lo encuentran divertidísimo. Es como viajar en el tiempo. Cornelia fürht ein Salon, dice Achim: Cornelia dirige una fiesta como un antiguo salón con la elegancia europea. Incluye polonesa. A mí me da mucha risa y me siento como cabalo de tope en la Escuela de Equitación del Palacio de Hasburgo en Viena.

Acto seguido empieza el bailongo, pero de rock de los 80, cada uno a su manera loca y sin ritmo, pero eso no es problema. Nos vamos a dormir temprano en un cuartito sin aire acondicionado del hotel del pueblito que se ve igual que hace 400 años, con las ventanas abiertas y un nido de cigüeñas sobre la chimenea.

Me gusta reencontrarme con gente que quiero. Sentir esa sensación cálida en el pecho, querer abrazarlos, sentir la naturalidad de su tacto. Esto tan lindo de comprobar clichés: el amor existe y supera distancias y tiempos.  Esa, la de los seres humanos, es la única naturaleza que realmente me gusta.


Gotitas de lluvia

2 respuestas a “De paseo”

  1. Nada como pasarla al lado de la gente que se quiere. Yo acabo de perder de una manera inesperada y repentina a alguien que quiero mucho. Esos momentos después pasan a ser inapreciables.
    Alguna vez, una amiga mía que vivió en Alemania me comentó que eso de no usar aire acondicionado (que a mí no me gusta) es porque después, cuando hace frío, extrañan mucho el sol. Entonces lo aprovechan cuando lo tienen.
    Supongo que chingo es desnudo. Acá le decimos calato.

  2. Chingo es desnudo Gaby. En Chile le dicen pilucho 🙂 Es posible eso, que aprovechen las condiciones de cada estación tal y como las reciben

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