Es llegar y recuperar la sensación de la sonrisa, el agradecimiento de una casa y un corazón que me recibieron, la familia que ahora es mía y me espera, cinco años después y esta ciudad prestada la sigo sintiendo como mía.
En el S-bahn, este caballero inglés de pasaporte español cuenta como al morir su papá, encontraron un bellísimo- esa es la palabra que usa- uniforme Nazi en perfecto estado y que nadie sabía qué hacer con él, si enterrarlo con el uniforme puesto, quemarlo o qué. Insiste en la belleza asesina del traje, sobre todo visto de cerca. Nadie se inmutó ni mostró sorpresa algún y decidieron entre todos entregarlo al Museo de Historia Británico. Curioso– comenta la sobrina, porque aparentemente el muerto siempre fue amable, cariñoso y particularmente llevadero con los niños pequeños.
37 grados. Esa metrópoli está más caliente que Liberia. No es mi intención alborotar a las masas, pero me veo obligada a usar shorts para la sobrevivencia. Destaco entre tanto bárbaro palidejo sudado y rojizo con este color caramelo producto de la genética indígena. Muchas me ven con envidia. Los árabes, con extrañeza, decidiendo si hablarme o no. Tal vez para ofrecerse a casarse.
Julian nos recibe feliz y empieza la operación venganza. Primero un helado, inmediatamente después un jugo de naranja. Currywurst callejero con papas. Un confite. Vamos por cerezas, frambuesas, moras y fresas. ¿Algo más? Dejame invitarte. Sobrevivo feliz a la inducción forzada culinaria. Estamos a mano, Julian. Vielen dank
Hace tanto calor que no saben qué ponerse y todos tienen cara de añejos. Pasamos de la vestimenta de playa a piyamas, camisas viejas aunque estén rotas, cualquier cosa que sea fresca. Así son los veranos en Berlín. Así fue el verano de la derrota, de los rusos a cargo, de la ciudad destruida, de las mujeres solas.
La sensación de estar en casa la completan tres alemanes malhumorados que me dan la bienvenida a madrazos. La señora que no nos vende el chip del teléfono y hace cara de nunca en mi vida había escuchado hablar de Kölbi. Al que me le atravieso sin querer en la acerca y me chupa los dientes como si lo hubiera madreado. El de la piscina bajo techo que nos da todos los datos de costos y horarios para decirnos al final que la piscina está cerrada en verano, que vaya a nadar al lago. Lo berlinés es refunfuñar por todo.
Los muchachos pelados calvos, enormes y macizos, con Doc Martens y botellas de cerveza de a litro en la mano, me asustan un poco y los evito. No sé si son neonazis o si es mi prejuicio.
Berlín sigue siendo una construcción eterna. Y sí, sé que me repito, pero no es culpa mía. Es producto del Alzheimer del Ayuntamiento. Unter den Linden roto al medio por el nuevo metro. Lo que vi como una pradera ahora reconstruye el palacio imperial. Remodelan la Ópera y la Biblioteca. Debe tener una maldición secreta: cuando dividís a un pueblo no lo terminás de reconstruir nunca.
Las parejas gays de la mano, besándose en la esquina, de compras, sin temor de nada, sin llamar la atención de nadie, profundamente naturales, me producen la nostalgia de un futuro en mi país que aun no se vislumbra pero que tiene que llegar algún día
La estatua de los chiquitines en Friedrichstrasse tiene flores siempre. Las de hoy un poquito somalladas por la hora y la temperatura. No encuentro una piedrita cerca para dejarla en su memoria. Es tarde y tampoco hay dónde comprar flores frescas. Esta estación que fue frontera en la guerra fría, fue antes frontera entre la vida y la muerte. De aquí deportaron niños berlineses a la muerte. De aquí partieron niños berlineses, uno por familia, entregados a extraños que los recibirían en Inglaterra para salvarles la vida. Recuerdo el rotulito que vi en un periódico hace años, colgadito al cuello de un pequeñito asustado: Me llamo Hans. Soy alérgico a la leche y necesito dormir con mi conejito.
Recupero el alemán a saltos y a brincos, dejando las declinaciones tiradas por ahí, pero acostumbrando de nuevo el oído. Ordeno comida, pregunto por libros, me guío a puro instinto. Insisto: el que haya dicho que suena como mezcladora de cemento nunca entendió de que estaba hablando.
No soy la más alta de la ciudad y me confundo entre el promedio. Compruebo que la ropa de transnacionales está hecha para mujeres sin caderas para los hombres sin imaginación. Yo me pongo eso y no me baja de la cintura. Lo que para nosotros es ropa óptima de trópico, aquí es verano estricto.
Las putas del Oranienburg Strasse se ven como muñecas de animé. La ropa de látex, las tetas enormes, el maquillaje, los tacones. Quiero tomarles una foto, pero me da pena. Me alegra ver que nadie las molesta, pero tampoco las ignoran. Trabajan, como cualquier otra muchacha.
Casi media noche y yo fresca como una lechuga, cenando en mi restaurante de barrio favorito, al lado de la nueva Sinagoga. No me reconozco y temo estarme convirtiendo en Vampyr.
Los pericos de esta ciudad con grupos de chiquillos de colegio, de tour en la capital, con camisas Yo corazón Berlín, corriendo por las aceras y sintiéndose libres y adultos.
Mis fantasmas me saludan. Los soldados rusos de las escaleras. Los de las calles de Berlin Mitte.
– Du bist zurückgekommen…
– Naja. Immer. Ich habe so versprochen
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