Debí haber sentido el olor a imprudencia en el aire cuando la oficial del OIJ arrugó la cara al escuchar mi respuesta del carro en que los seguiría hasta Alajuelita. Debí haber pensado, mientras atravesaba San José a toda velocidad detrás del OIJ; que debí haberlo dejado en el parqueo 24 horas.
Para cuando llegamos a la delegación de policía de Alajuelita, me había tranquilizado. Es cierto que nunca había venido a este lugar, pero no se veía tan peligroso como me lo imaginaba. Me sorprendió que en un lugar tan chiquito estuvieran los 500 sacos de palomitas de maíz que le habían estafado a un cliente.
“No es aquí- me dijo el OIJ- ahorita vienen a llevarnos”
Y vinieron. Y nos llevaron. Custodiados con cuatro patrullas con policías armados en las cajuelas, mientras el barrio al que entramos, en la ladera de la montaña, nos recibía con una lluvia de piedras, molestos con la intromisión de la autoridad que insistía en impedirles repartirse todas aquellas palomitas.
Yo, mientras tanto, no podía creer lo que veía. Era un precario, pero de cemento. Un lugar definitivamente marginal, al que no habría ido ni por gusto ni obligada de día, mucho menos a las nueve de la noche, como ese día, custodiada o no. A la orilla de la calle, los 500 sacos de palomitas, acomodados. Alrededor, los vecinos armados con baldes y palas, dispuestos al ataque en el momento en que la policía diera la posibilidad de hacerlo.
No lo podía creer y es posible que observara todo con la boca abierta. Uno sabe que los lugares así existen, pero en la pantalla de la tele en las noticias de sucesos que además nunca veo.
A pesar de la hora todos los vecinos estaban afuera observando los eventos. Eramos el entretenimiento del barrio. El evento de la noche.
A pesar del frío, penetrante, el uniforme de las mujeres eran shores cortos cacheteros de mezclilla, camisetitas de tirantes muy pegadas al cuerpo y chancletas.
Niños pequeñitos, muy lindos todos, caminando descalzos por la calle, llevándose un manazo de la madre, correteando un gato que los rasguñaba, de la mano de su mamá de 19 años que recién venía llegando de trabajar, subiendo caminando la cuesta. Yo quiero un chiquito. Hay muchas mujeres que quieren adoptar uno. Estos son tan lindos, tan tiernos, tan olvidados, tan malqueridos… Despiertos a esa hora, sin abrigar, sin comer, sin zapatos. Niños bellísimos en medio de ese nivel de violencia. Niños de los que me pregunté cuál sería su futuro en ese lugar
Y lo vi. Porque también habían chicos más grandes, en la puerta de la adolescencia, larguiruchos recién estirados tratando de imitar las modas chatas, fumando.
Más atrás de ellos, los muchachos que ya parecían abandonados por el sistema, vestidos de pies a cabeza como un pinta que uno evitaría en cualquier parte. La gorra apenas puesta en la cabeza. Los jeans grandotes caídos. Las camisetas de diseños. Y, por supuesto, drogados. Se reían de cualquier cosa, una risa forzada, maniaca, un poco triste de fondo. Se me acercaban y me preguntaban qué andaba en ese bolsito, si ese carro era mío, que a qué hora me iba corriendo a mi condominio de portón y guarda, a mi casita. Y se reían.
La muchacha que le habló a cada uno de los policías y al investigador del OIJ “Yo si fuera casada no los hablo ni vacilo con ustedes, pero como ya no soy casada, no es problema. Si quiere le doy mi teléfono”, posando a la par de los sacos de palomitas para las fotos oficiales.
La botella de dos litros de un refresco gaseoso de una marca que nunca había visto, ni siquiera en Pequeño Mundo. Los vasitos de plástico- no desechables- que nos repartieron a todos para que bebiéramos algo mientras hacíamos la inspección y la espera. Mi renuencia a aceptar eso, disimulando el asco, la orden en voz baja del OIJ “Recíbalo. No nos busque un problema”.
El policía joven, desvelado, feliz de tener algo que hacer que no lo pone en riesgo, que insiste en contarme del vecino que empezó a jalar un saco poquito a poquito, al descuido, hasta que lo metió completo en la casa y como a punta de pistola le dieron la orden de sacarlo de nuevo y colocarlo donde estaba para que quede clara la jerarquía.
Mi asombro al pensar que el OIJ y la policía estaban exponiendo la vida en una zona que ellos mismos reconocían es “muy conflictiva”, un eufemismo para zona de drogas, narcos y asesinatos todas las noches. Orgullosos de estar del lado de los buenos. Haciéndolo por cumplir con su deber. Preguntando por el salario de los muchachos de la empresa que llegaron a cargar los sacos y envidiando ganarse toda esa plata en una noche de trabajo.
Las piedras al llegar. Las piedras cuando empezaron a cargar los sacos para llevárselos. La reacción cuando me escucharon dar la orden de no llevarse sacos rotos, abalanzándose sobre los que quedaban para romperlos. Las piedras cuando el camión terminó de cargarse y encendió para irse.
Mi carro, ahogado, muerto, porque allá, cincuenta metros al este de la última parada del bus, dejé las luces puestas más de una hora y por primera vez se le fue la batería. El frío en la sangre de pensar que estaba varada en ese lugar. El oficial del OIJ asegurándome que no me dejaría sola, que rodaríamos el carro cuesta abajo para que arrancara, que salíamos todos juntos o no salía nadie. Los pares de lagartos dañados. El policía diciéndome que no podía darme energía con la patrulla porque se lo tienen permanentemente prohibido desde que en una de esas se volaron la computadora del carro.
Mi propio clasismo, matizado con el horror de la pobreza desnuda. Darme cuenta que esta podría ser mi vida porque es un accidente de progreso social que haya sido otra. Yo podría ser esa que llega a las 11 de la noche de trabajar y la traen en moto. El terror de un futuro en un lugar así. El miedo. Cerrar los ojos un segundo y pedirle al universo que me de las fuerzas y las oportunidades para asegurarme un lugar cuando esté vieja.
Yo me sentía en un zoológico. Y cuando vi mi reacción clasista, entendí que ellos también y al animalito que veían era a mí, tan conspicua como gallina en baile de zorros. Por eso era que por momentos, el oficial del OIJ me recomendaba meterme al carro. Por eso me dijo que no les hablara ni los asuntara. Por eso me recomendó no dejar ni medio saco a la comunidad “Ellos- todos- saben quién fue y no quieren decir. No se los premie. No se lo merecen. Son unas raticas”
Yo, en mis tennis, mis jeans, mi sudadera, mi carro que no cabía en aquella callecita empinada, varado. Yo con mi celular idéntico al de ellos, pero descargado. Yo con los ojos muy abiertos y el shock fosforescente en la cara. Tengo que confesar una cosa: Cuando me empezó a acosar la ansiedad, llamé a Marcelo para que viniera a acompañarme. Y llegó guiado por Waze y con esa tranquilidad enorme que le admiro que no se achicopala con nada. Tengo que confesar otra cosa: A Marce lo tuteo. Defenderé hablar de vos a muerte, pero en algún momento me acostumbré, sin que me lo pidiera, a hablarle en el uso que él entiende del cariño: el tuteo chileno. Todo el rato que estuvo allá, conmigo, le hablé muy bajito, para que no me escuchara nadie y reventaran las risas por ese hablar afectado.
Esta gente, peleándose las palomitas que se caían a la calle, disfrutando el momento, fumando, fumando, fumando. Esta gente vota. Lee el periódico. Trabaja en las fábricas, en las tiendas, en las casas. Mandan sus hijos a la escuela. Van a parir a los hospitales. Esta gente no sabe qué es internet, redes sociales, ni ninguna de estas cosas. Su única verdad es la tele- ¿Cómo hicieron los candidatos para venir a un lugar así? ¿Cómo disimularon su impresión, su reticencia a ser amistosos con esta gente, a dejarse tocar, saludar, conversar, tomarse fotos?
Seis horas de noche en una realidad a 25 minutos de la casa. Seis horas, pero bastó la primera media para darme cuenta o recordar, una vez más, lo afortunada que he sido y lo distante que me siento de estas personas por el privilegio. Agradecer lo que tengo. Comprometerme de nuevo a no perderlo. Revisar la burbuja en la que vivo. Ver, con mis propios ojos, la realidad de las cosas. Preguntarme en qué piensan, qué les gusta, con qué sueñan, cómo viven. Entender que todos somos unos comemierda y yo, la peor comemierda de todas.
Yo, la peor de todas
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desde la isla de
Gotitas de lluvia
3 respuestas a “Yo, la peor de todas”
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Aunque creo que no deberías ser tan dura contigo misma, más de una vez he sentido muchas de las cosas que cuentas. Realidades que nos son ajenas, pero no extrañas porque conviven con nosotros. Lo que pasa es que no queremos darnos cuenta de que en esos 25 minutos hay diferencias mucho más profundas.
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Gaby, lo que pasa es que en Costa Rica, ser comemierda es una forma de decir que uno es “pobre, pero fino”, es decir, que te gustan las cosas caras, sofisticadas, aunque seas clase media o baja, que te sientes mejor o por encima de los demás y no es necesariamente un insulto. Se ve como una descripción que justifica ciertos comportamientos. Pero lo cierto es que a veces es necesario ver esas otras realidades
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Leves 25 minutos, simbólicos, (nos separan y unen) que podrían desajustar su marcha y devorar el uso horario tal cual un castillo de naipes pasa de el orgullo al olvido, en un santiamén. La vida sin responsabilidad futura de este sistema/estado(s) nos condena a esta vida en la inmensidad del tiempo, hasta que se acabe y así inicie.
Si lo viven ellos lo vivimos todos aun… en latencia….Y la policía-y sus dueños- imponiendo orden en el caso de las palomitas, “pasando por alto” el caso de los -zapatos.
Latencia
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