Ibamos para México y el avión hizo escala en El Salvador. Era 1982 y nos podíamos bajar y recorrer el aeropuerto. De la mano de Mimí bajamos las escaleras bajo un sol inclemente. Yo había insistido hasta el cansancio alegando que me estaba orinando y que el baño del avión era muy incómodo. En realidad, quería vinear un rato, ver otro país para después llegar rajando a la escuela sobre mis aventuras y pulsear que me compraran un souvenir.
El aeropuerto no era muy diferente del Juan Santamaría. Mi abuela ubicó los rótulos de baños y me dijo que ella me esperaría afuera para volver al avión. Contenta del voto de confianza, fui, hice lo mío y listo.
Al salir, quién sabe porqué, no vi a mi abuela. Tal vez se distrajo en alguna tiendita. Tal vez se puso a comprar cajetas. Tal vez simplemente se me confundió entre tanta gente. Tenía la cara de todos los chiquitos que se pierden y se paralizan y buscan con la mirada a alguien conocido.
En eso, pasó. Dos soldados se dieron cuenta de mi situación y se detuvieron a preguntar qué me pasaba. El horror me sobrepasó. Sus fatigas militares, sus caras morenas, sus botas negras, sus gorras, sus revóilveres, sus cuchillos, sus medallas, sus parches de batallón, sus ametralladoras.
Eran los soldados que disparaban a la gente de la plaza frente a la Catedral de San Salvador en la tele. El polvo de la plaza se llenaba de sangre y de muertos y los vivos se agolpaban en las puertas de la Iglesia para que los dejaran entrar, Eran los soldados a los que Monseñor Romero les pedía, en nombre de Dios, que dejaran de masacrar a su pueblo. Eran los soldados que llegaban por las noches a los pueblos, a llevarse a los chiquitos de diez años para unirlos al ejército. Eran los soldados que cortaban brazos y manos y cabezas y dejaban los cuerpos en media calle para enseñar una lección. Los que me enseñaron la palabra masacre. Los que odiaban a los campesinos. Los enemigos del frente. Los que mataban gallinas, abuelitos, niños, mujeres embarazadas, estudiantes. Todavía no, pero asesinarían jesuitas. Todavía no, pero serían los asesinos de Romero.
De ellos le pedíamos a San Francisco de Asís que nos protegiera, cuando rezábamos todas las mañanas en la escuela. Ellos eran la palabra guerra, muerte, hambre, desaparecidos. Ellos eran Centroamérica. Ellos eran el peligro diario de una invasión.
– ¿Qué te pasa?¿Con quién andás?¿Cómo te llamás?
Mis gritos le avisaron a mi abuela dónde estaba. Me encontró a galillo pelado, con los ojos cerrados, las maños hechas un puño, a la par de dos soldaditos salvadoreños, muchachos sencillos, de pueblo obligados en el servicio militar, sorprendidos y asustados de porqué esta tica de 8 años aullaba aterrorizada de solo verlos y no paraba a de llorar y de pegar alaridos. Ni siquiera intentó calmarme. Le lanzó una mirada de odio a los soldados, me alzó, me abrazó y me acariciaba el pelo. Yo me chupaba el dedo pulgar, segura en los brazos de Mimí, que siempre me rescataba.
No se me ha quitado. La primera vez que fui con Marcelo a Chile, al ver a los carabineros en el cambio de guardia en La Moneda, se me salieron las lágrimas. Me dolía ver todavía botas militares en ese lugar, pisoteando el suelo donde hubo tantos sueños de libertad, igualdad y solidaridad.
Cada vez que veo un soldado siento esta misma sensación física de pánico, de rechazo, de incomodidad. Si van saliendo hacia un destino en guerra, quisiera abrazarlos y decirles que no vayan, que no vale la pena, que no hagan llorar a su mamá, a su novia, a su abuela. Si alguien lo nota, le explico que vengo de un país donde nunca he visto tanques, soldados o desfiles militares.
Y que cuando en mi país veo antimotines golpeando señoras, viejitos, mamás con bebés o estudiantes; siento el mismo dolor y el mismo miedo y la misma impotencia.
Pero que por mi país, debo dejar el miedo atrás y decir que no estoy de acuerdo, que así no se hacen las cosas, reclamar y exigir que no se use la violencia, las policías secretas, las escuchas ilegales, la inversión del principio de prueba, la intimidación. Saber el miedo en indignación trocar. Hacerme sentir.
Hacerme sentir.
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