El desarrollo (específicamente el mío) vino a cambiar para siempre las bases del idilio que siempre tuvimos Mimí y yo. No varió la cantidad de amor, no. Lo que se incorporó fue una férrea vigilancia de mi abuela a algo indefinido, pero que tenía relación directa con mi nueva condición de señorita.
Todo empezó aquel sábado que me vio bajar las escaleras a lo chancho chingo, en jeans y camiseta, como una estampida, es decir, como siempre. No me dijo nada, pero en frente mío, la llamó a Ella por teléfono y la regañó con toda la autoridad de haber sido su suegra. Le dijo que si no no se daba cuenta que yo ya estaba creciendo y que o me obligaban a usar camiseta, que era de por sí ridículo o me compraban mi primer brassier, pero que no podía ser ese relajo.
Cuando colgó, sin que yo preguntara nada, me explicó “No podés andar por ahí tolón tolón como si tal cosa. Ya no tenés 8 años”. De nada valió mi reclamadera, mis argumentos de tallas 32 A, los avances feministas, la libertad de andar sin nada, el poco riesgo que implicaban aquellos huevitos fritos que si acaso destacaban en mi huesuda topografía y la ignorancia absoluta en el uso del brassier (¿se quita para dormir? ¿cómo se la talla?¿cada cuánto se cambia?) . Para Mimí, yo ya había pasado la raya. Hacía tolón tolón y ese desenfreno habría que controlarlo.
Como cosa aparte, mi abuela tenía alguna clara fijación con las campanas. Las mujeres, tolón tolón; mi primo, al salir del baño, era acusado de andar campaneando por toda la casa. Y el insulto máximo, cuando te acusaba de ser puro plen plen y nada de campana.
La cosa se agravó conforme las dos nos fuimos haciendo más viejas. Mis compañeros del colegio me llamaban a la casa de Mimí, chiquillos de 15 años que necesitaban comentar dudas de español o Estudios Sociales. Chiquillos flacos, con cuatro pelos en la barba, con voz todavía cambiante y llenos de gallos, que mi abuela conocía desde el kinder y saludaba anualmente en los bingos del colegio. Ellos, muy valientes se atrevían “Buenas tardes doña Natalia. Habla Fulanito, el compañero de Sole. ¿Usted sería tan amable de ponérmela?”
Mi abuela ni siquiera tapaba el auricular:
“¡Solentiname María, te llaman! Es un HOMBRE ahí…”
La forma de decir Hombre, su entonación cabrona, no dejaba duda de su vergüenza por sentirse administradora de un burdel, de esa falta de respeto de ese tipejo de llamar a su casa y, peor aun, llamarme a mí, su nietita del alma.
De nada servían los pleitos “Mimí, eso no es un HOMBRE como decís vos. Es Fulanito. Vos lo conocés”
Mi abuela me veía con absoluto desprecio “Vos no entendés ni mierda. Crees que sabés de todo porque hablás inglés y no sos pollo que rasca mierda a las cuatro de la mañana. No dejés que ese HOMBRE te ponga una mano encima. Nunca. ¿Me oís? Yo sé lo que te estoy diciendo” Y se iba refunfuñando a la cocina.
Fue peor en la U, cuando ya mis compañeros tenían carro o se los prestaban en la casa. Obvio, llegaba por mí un HOMBRE y mi abuela así lo anunciaba desde la puerta a gritos, ignorando abiertamente al visitante y haciéndolo sentirse como un proxeneta. Le daba las quejas a mi mamá de que yo solo salía con HOMBRES y que su casa no era un putero y que si yo creía que solo porque me quedaba con ella (con mi abuela) los fines de semana, podía aprovechar para hacer lo que me diera la gana, que me fuera alistando; porque ella podía consentirme en muchas cosas, pero jamás una alcahueta, Dios guarde, la sangre de cristo se lo impidiera.
Se sentaba en el sillón a la orilla de la puerta y antes de yo salir me pedía que le diera la pastilla de nitroglicerina para prevenir el infarto. Yo quedaba muy nerviosa de dejarla sola y siempre ansiosa de regresar temprano, solo para que al regreso, Mimí, perfecta de salud y con la agilidad de una mujer joven, se me acercara y me oliera el cuello, la cara y el pelo y me preguntara “¿Olés a HOMBRE vos? ¡No tratés de agarrarme de chancho que le digo a tu mama!”
Mimí confiaba en su nariz para todo. Detectaba cuando uno se estaba enfermando, qué tal mal estaba y hasta la temperatura exacta. Sabía si alguno de mis primos había hecho trampa y se había quedado en su salsa, evadiendo el baño. Reconocía el olor del miedo, de la tristeza y de la mentira. Y mis primas decían que con solo el olor podía saber a ciencia cierta si una estaba embarazada. No fallaba nunca.
Mimí se encargó de desconfigurar la palabra hombre en mi imaginario. Su complemento no era mujer, no. La palabra que complementa a Hombre era puta, gran puta, venérica o la mujer esa. Algo que yo jamás querría llegar a ser, no tanto por el qué dirán, si no por el terror que me inspiraba hacer enojar a mi abuela. Nunca me había pegado, pero me dejó muy claro que cuando de Hombres se trataba, no dudaría en hacerme entrar en razón a chilillazos en el momento en que yo me saliera del camino. Cualquiera que fuera ese camino. Camino que además yo tenía que adivinar porque nadie me lo iba a decir.
Nunca supe bien a le tenía tanta tirria. Tal vez temía que yo hubiera heredado lo mujeriego de Alejandro, pero a la inversa. A él lo esperaba detrás de la puerta cuando andaba con mujeres y en bailes, para agarrarlo a escobazos cuando llegaba tarde “¿Vos crees que porque estás viejo no puedo pegarte, AH?”
Tal vez temía que yo engrosara la lista de mujeres mamás y solas, que eran la mayoría en la casa. Nunca fue motivo de vergüenza, pero tampoco de discusión. Mimí creía firmemente en que la letra y probablemente la moral y la abstinencia, con sangre entran.
Tal vez no temía tanto que yo tuviera un hijo, como saber que ella ya estaba vieja y no iba a poder educarlo conmigo. No me iba a poder enseñar cómo ser mamá. A cambiarlo, a hacerle sustancia, a bañarlo, a vestirlo, a sacarle los cólicos. A enseñarle a dejar las mantillas. A cantarle sones y tangos para dormir. A curarle el ombliguito. A enseñarle a hablar. Yo no iba a poder contar con Mimí cuando Ella me echara de la casa por jalarme una torta. Mimí sabía que yo solo la tenía a ella. Tal vez no quería dejarme sola con la responsabilidad. Muchas veces me lo dijo “Acordate siempre: los hijos son de la madre”
Mimí se fue antes de que yo me animara a ver qué era tanto la cosa de lo que me habían advertido y de alguna forma me hizo mucha falta cuando el momento llegó. Hubiera querido decirle que ahora entendía lo que ella le escribía al papá de los muchachos en los papelitos viejos que me encontré entre sus fotos de peinado con robacorazones en las mejillas “Quisiera ser bronce, para derretirme en el calor de tus manos y entregarme pura a tí”. Contarle que heredé su nariz y que puedo saber cuando alguien se enferma, saber a qué huele la gente que quiero, quién usó mi teléfono antes que yo y cuáles capas de olor se esconden detrás un disimulo.
Que tenía razón. Que hasta el deseo tiene su olor propio. Y un Hombre, ni que se diga.
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