Veníamos del paraíso. De un archipiélago lleno de sol. De un hotelito en una isla desierta donde se rumora que a veces los delfines juegan a brincar por encima del muelle. De viajes en barquitos. De pececitos de colores, de corales, de tortuguitas recién nacidas corriendo al mar. Del sol, de atardeceres y del silencio. De un lugar sin tiempo.
La frontera es, toda completa, un enorme puente Bailey. No solo por los 3 nuevos, pegados uno detrás del otro, en lo que parece es el punto más olvidado del país. Las filas. El calor. Lo pegajoso. El olor. Las filas. Los trámites. Los niños indígenas descalzos, que casi no hablan español, pidiendo una monedita. El chofer que los regaña con asco y nos advierte que no les demos nada. La señora embarazada que casi se desmaya del calor. Los europeos confundidos de tanto trámite. Cualquier cosa que no sea agua helada agrava la cosa, porque lo dulce te ahoga. Mi reino por instalaciones dignas, con aire acondicionado, de ambos lados.
Me agobian, además, los malos recuerdos de los viajes de 36 horas a la otra frontera, saliendo de madrugada de la cañada, llegando al amanecer a Paso Canoas, recorriendo tienda tras tienda, comprando shampoos, cremas, blusitas chinas, perfumes de imitación, tennis de marca. A mí nada me quedaba. Y en el calor húmedo, probarse cosas, es igual de incómodo que ir al baño porque la ropa se te paga. Queso rojo, chicles americanos, cigarrillos de chocolate, latas de frutas y de galletas. Mimí metía todo en un saco de gangoche y encima ponía calzones de dos días. Cuando la revisaba el aforador, le decía “Papá, ¿cómo vas a hacer pasar una vergüenza así a una pobre vieja? ¿No tenés madre vos?” Y así hacía su contrabandeo hormiga para la reventa. Entonces también había que esperar, medio dormidos medio acalenturados del cansancio y del calor, todos con varias capas de ropa nueva para – según la excursión- despistar. Y todos echando, para contribuir a la corrupción del aforador, que se hacía de la vista gorda.
Llegamos a almorzar a Cahuita. Al restaurante de Miss Edith, donde estuvimos hace seis años y donde no habíamos vuelto. De cara al mar, de paredes abiertas, todo en el menú se ve rico. Yo quiero patacones como los que se comen en Limón, porque en Panamá comí, pero en un lugar comercial, para turistas, con precios caros: casi no les encontré el gusto.
Y me los traen. Con plátanos maduros. Con el pescado que pedimos. Como con ganas y repetiría. Me quiero quedar en Cahuita viendo el mar, que podrá no ser celeste y transparente, pero que al menos lo siento mío. Aquí, donde hace seis años, empezó todo lo otro que ahora es mi vida.
La señora que atienda, mayor, gordita, de sonrisa amplia, camina despacio. A nosotros nos habla en español. A la cocina, en ese inglés que es cadencia y es calypso.
Al pagar, le confirmamos que todo estaba delicioso. Nos pregunta si ya habíamos venido antes. Le digo que sí, que hace seis años, cuando recién empezábamos a ser novios.
Ella sonríe y me pregunta si nos casamos. Yo aprovecho mi talento inútil para los acentos y le doy las quejas:
“Mami, he just won’t marry me. He won’t do right by me!”-
Marcelo empieza a defenderse. Pero ella se ríe sabroso, y me da un consejo caribeño:
“Cross your legs, chile. Close your legs”
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