Ya eran 3 semanas de no meterme al agua por culpa de la gripe. De una piscina digo, porque por el baño sí paso, a diario. Y desde que me creo Mark Phelps, porque no me comparo con nadie que no sea campeón olímpico, y veo videos de análisis de técnica y hasta me compro DVDs para aprender toques, tiros y volados; estoy convencida en mi yo interno, que la represa de concreto armado antideportes que he tenido toda la vida, tiene una gotera. Y por ahí se sale agua de piscina.
Entonces ahora me gusta ir a probar diferentes piscinas. Si tengo que viajar, escojo el hotel pensando en ir a nadar. Si voy de vacaciones, prefiero una piscina cuadrada, con carriles; que la forma de riñón. Tengo el mismo consumismo de los que ahora corren: compro gorras, anteojos, anti neblina (para los anteojos), anillito que cuenta las piscinas en automático, tabla, vestidos de baño solamente de una marca, protector especial anti agua, batita de piscina, crocs y demás parafernalia. Solo me falta probar con patas de rana.
Y una espinita pendiente: nadar en piscina de 50 metros de largo. O sea, una Olímpica. La mayoría de los lugares que tienen eso, son de ingreso restringido, es decir, clubes privados. Pero haciendo coco y recurriendo a mi memoria de elefante y los fines de semana de mi infancia, se me prendió el bombillo: Yo, a donde tenía que ir a probar mis dotes de sirena, era a Ojo de Agua.
Así que un miércoles a medio día, alisté toda la chuchumba y vestida de oficina me presenté en la entrada. A cambio de 1300 pesos, me dieron el tiquetito que prueba que todo esto es cierto, que estuve allí, que no estoy inventando.
La primera decepción: yo había escuchado historias maravillosas de gente que bretea en Lindora y que le cuadra nadar, diciendo que iban a Ojo de Agua entre semana y que aquello era un remanso de paz, como si se hubiera acabado el mundo, a veces apenas con la compañía de un gatito callejero que lo veía a un plácidamente recorrer metro a metro. Pues no. Ojo de Agua estaba hasta el olote. Era miércoles, pero parecía sábado a las 11 de la mañana. Pero, POR LA GRAN PUTA! De dónde salió tanta gente? Tanto güila… no es que ya empezaron las clases? Y ustedes señoras, se ven todavía macucas como para estar pensionadas! O es que todos aquí son un aterro de pargos? Y la pinta que los delata. Esa, sí: la de proletarios.
(Llegábamos a Ojo de Agua en bus, en un viaje que se me hacía eterno. Todo el bus se bajaba en la última parada, cargando maletines, paños al hombro, los más desesperados ya en pantaloneta y chanclas. Nos recibían los gritos ofreciendo mangos, copos, prestiños, jocotes y dependiendo de la época, hasta marañones. Hacíamos fila bajo el sol. La gente sonreía emocionada mientras decidían en grupo en cuál piscina meterse)
Los vestidores no han cambiado. Siguen siendo una casita oscura, con una banquita de cemento. Al menos estaban secos, pero con un indiscutible olor a miaos. No llegan hasta arriba y se escuchan las conversaciones de todo el conjunto de congéneres. Todas mujeres. Hombres se admiten en la zona solo de 5 años para abajo. La puerta tampoco cubre de punta a punta. Y qué? Y mucho, sobre todo para alguien tan alta como yo, que por encima de la puerta se le ve mucho más que el pelo.
(Ojo de Agua nos enseñó a tener pudor. Nos metíamos mis primas y yo en un solo vestidos para cambiarnos casi a oscuras, aprendiendo a quitar ropa a la vez que se sostenía un paño. Volvíamos el cuerpo o la mirada para no exhibir la desnudez, aunque vivíamos prácticamente juntas. Las mayores nos habían bañado y cambiado a las más pequeñas. Pero aprendimos a no ver. A no vernos. A que nos de pena)
Ya cambiada, pregunto por el locker, esperando aquella cola de pelo pegada a una monedilla que aseguraría que me devolverían mi ropita. “No se abre entre semana”- me dice el Guarda. “Entonces cómo hace uno? Lo deja ahí, a la orilla de la piscina?” “Diay, si quiere, pero déjeme decirle que eso es muy peligroso” “Y entonces?” “Anda en carro?” “Sí” “Yo francamente, así, verdad? Prefiero recomendarle que deje todo bajo llave”. Y hasta allá fue Sole cargando todos los chunches, saliendo del balneario, caminando al parqueo, abriendo el carro y devolviéndome con los implementos necesarios. Al reingreso, contemplo el espectáculo antes de escoger en dónde zambullirme primero.
(Los hombres valientes se tiraban del trampolín. Los fuertes, se ponían debajo de la cascada. Los exhibicionistas andaban en tanga, que incluso alquilaban/se alquilan en el balneario. Brillantes de aceite de coco, usualmente muy peludos y morenos. Y todos marcando paquete. Mimí siempre me decía que me mantuviera lejos de todos a los que se les notara la rosca, que tuviera cuidado. Nunca entendía porqué se veía tan grande. El calor, dirían hoy. La distensión. Pero jamás la excitación de ver a tantos casi desnudos o de sentirse visto, admirado, recorriendo todo el balneario al ritmo del chiqui chiqui de los parlantes)
Al agua pato. El agua, helada, pero corre como un río. No tiene cloro. Soy la única con gorrita e implementos profesionales. Aquí no se necesitan filtros. La fuerza del ojo de agua es tal, que el agua en la que me metí no es la misma cuando empiezo a nadar. Alcanza para cuatro piscinas. Me mando. Voy avanzando. El agua es absolutamente transparente. No hay una sola basurita. Me aterroriza un poco ver como la piscina se va convirtiendo en un abismo y la idea que no puedo parar porque no podría poner el pie en el piso. Desde arriba, oigo a los chiquillos haciendo apuestas de trampolín y advirtiéndose entre ellos que tengan cuidado de capearse a esa señora tan rara, o sea, a mí. Hoy no hay música ni de cantina ni de charanga. Igual se tiran y el impacto me provoca una pequeña tormenta de olas. Me siento barco, me siento delfín. Me siento eterna.
(Podía pasar horas de horas entre una piscina y otra. En ese tiempo yo no sabía nadar, pero no importaba. Inventábamos historias largas, eternas. No había bloqueador. Si hacía mucho sol te mandaban a ponerte una camiseta. Se me arrugaban todos los dedos. Me sacaban a la fuerza para que comiera y descansara una hora antes de volver al mismo relincho acuático)
En realidad me siento mal. Pero mucho. Solo pienso en que tengo que llegar a la orilla y cuando llego, estoy a dos latidos del infarto. Veo negro. Me falta el aire. Me cuesta como diez minutos recuperarme mientras hago cálculos de cuántas de esas podré tirarme. Tres zaguatillos vienen a saludarme, pero por suerte no lengüetean el agua. Las señoras mayores se ponen bikini. Algunas se meten con sombrerotes de ala ancha, colores chillones y precio popular a la piscina. Todas tienen un pareo. A nadie le importa la panza, la herida de la cesárea, las arrugas o la celulitis. Aquí todas somos mujeres de verdad como las que caminan en la calle, trabajan, atienden a sus hijos. Ninguna tiene el cuerpo de una modelo cotizada.
(El menú de rigor: sanguches. De paté, de frijol, de atún. A mí no me gustaba el paté con mantequilla ni los sanguches deformados del viaje en bus y el maletín estripado. Fresco caliente en una botella de dos litros de Coca. Muchas frutas “Criatura, quitate del sol que se te van a manchar las manos con esa mandarina”, bizcochos, huevos duros. Algunas familias llevaban termo con almuerzos completos. “Mirá- decía Mimí- deben ser nicas como nosotros. Le echan queso en boronitas al gallo pinto y a todo”)
Me decido por cinco piscinas contadas ida y vuelta. O sea, diez, para que no suene tan ridículo. Alterno los estilos para que me de el poco aire que me queda. Me río nerviosa cada vez que logro terminar una. Nadie se mete conmigo. Nadie me reconoce y si me reconocen, no me dicen nada. Nado tranquila y segura en esa piscina enorme y después de un rato, hasta empiezo a hacer cálculos logísticos para seguir viniendo a menudo. Me salgo cuando termino y otra vez la odisea de cambiarse, haciendo equilibrio encima de las chancletas. Afuera truena la rayería, el pito del salvavidas que da la orden de salirse y los gritillos de los bañistas que no tienen problema en consumirse, pero sí en mojarse con la lluvia. Cuando ya estoy vestida, llueve a montones y me empapo de camino al carro.
(“Usted dónde conoció a Alejandro?” “En un baile, era muy bailarín él, bailaba muy bien” “Sí, pero en dónde?” “Era un lugar donde llegaban orquestas a tocar y la gente bailaba, era un montón de gente”. Insisto, porque quiero saber. Que me lo diga otra vez. Cada vez que me cuenta es como si fuera la primera “Nos conocimos en Ojo de Agua. Se veía muy guapo, así tan alto como era él. Nos presentó Jaime Amador. Bailamos. Desde ese día estuvimos juntos hasta que le dio el infarto”)
Ya de vuelta en la república independentista de Escazú, en una oficina de uno de esos flamantes centros de negocios, le cuento a un amigo de mis aventuras. Se ríe de mí y cuando le pregunto porqué, me dice “De fijo le dio asco”. Asco podría darle a él, que nunca vivió nada parecido y ni siquiera conoce el balneario. Asco me da todo esto: esta parte de San José, sus oficinas, las diferencias, los alienados, los maltratos, lo comemierda, lo engañados, las esposas trofeo, el shoppin’ para compensar el vacío, mentir amor por conveniencia, las vidas de aparentar, el carro en leasing y el aparta de Santa Ana hipotecado, beber guaro todos los fines de semana, contratar putas. Eso, venderle el alma al diablo, sí me da asco.
Al día siguiente, voy a nadar al Colegio de Abogados. De camino me felicito de tener acceso a un lugar menos chusma y más exclusivo, donde me siento más cómoda, tengo sauna, espejos, luz eléctrica, locker, gancho para colgar la ropa, sanitarios, ducha personal, parqueo y respeto. Apenas me meto al agua siento la diferencia. En comparación, esta piscina parece llena de agua estancada. Una por otra.
El lunes, vuelvo a Ojo de Agua. No sé cómo todavía, pero de que vuelvo, vuelvo.
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