Hace 40 años, un 14 de junio, ella llevaba dos semanas internada, con una panza enorme. La fecha de parto estaba atrasada, atrasada dos semanas. El bebé tenía que haber estado para mayo.
Era su primer parto y estaba atrasado. Y trataban de obligarle a cuerpo a soltar, a parir, a empujar, a expulsar, pero el cuerpo no quería. Y la ponían a caminar todo el día, con la espalda resentida y los pasos de pato y tenía contracciones y le dolía.
Estaba sola. Solita. Porque no es compañía que la suegra llegue tres veces al día, con una sustancia verde para aquella muchacha que era flaca y ahora estaba hinchada, pálida, verdosa, callada. Hace 40 años podía entrar cualquiera al hospital y la que entraba era la mamá de del papá del bebé que no quería nacer. La sobrina de él. La familia de él.
La familia de ella, ironías que reserva la vida, estaba pero a la vez no. Su hermana mayor, allí, con solo bajar las escaleras. Pero ella no las podía bajar con ese dolor y con esa panza. Y si las hubiera podido bajar, de nada habría servido porque su hermana no le hablaba. Ni esa, ni las demás. Ni su mamá. Ni su papá. Ninguno le hablaba, desde el día que salió a trabajar, pero en realidad se fue de la casa. Se fue sin nada. Miento. Se fue con ese bebé en las entrañas.
Estaba sola, en ese hospital, con esas personas que le daban sustancia verde y espesa para que se alimentara y alimentara al bebé, que se atrasaba y no quería nacer.
Sé que fue un miércoles, a las 7 en punto de la mañana. No sé cómo lo vivió. Me imagino que de terror. Es más, lo sé. Lo sé porque estuve una vez al lado de una mujer que paría, que yo no conocía, escribiendo un artículo para una revista. Y cuando la vi desnuda en una mesa, con vías, agujas, su pancita, pintada, empujada, corrida, movida como un mueble. Cuando la vi perdida, asustada, impactada, sin saber qué hacer con su desnudez, con su exposición, con la humillación, con la novedad y la violencia de parir, con toda esa gente del quirófano revisándola entre las piernas y con lo que venía; la tomé de la mano y me sentí, por primera vez, solidaria con una mujer por ser mujer y no por nada distinto.
La tomé de la mano y le prometí que pasaríamos ese misterio juntas, que no la iba a soltar, que estaría con ella, que la defendería, que el bebé vendría y que ella no estaría sola. Que seríamos dos mujeres para defenderla del frío, del dolor, de las manos, de la sangre, del atropello, del impacto.
Entonces me imagino solo un grito largo de dolor. Sin sonido, me lo imagino. Me imagino el impacto, el susto, las lágrimas, el sudor que la empapa, el esfuerzo. Tan fuerte, que no sé si a los demás hijos no los quiso parir y por eso la operaron. Tan sola. Tan expuesta. Un hospital público y ella que había vivido una vida de privilegio de clase media. Y el frío del quirófano. La violencia del cuerpo que se abre. El dolor milenario de parir. No sé siquiera si alguien la tomó la mano.
Sé lo que pensó cuando le pusieron a la bebé en las manos: “Parecía un monito. Tenía pelo negro negro hasta en las orejitas. Pero ¿qué es ese montón de pelito?” Han pasado 40 años. Cuarenta. Y todavía lo dice volviendo a ver el hueco entre los brazos y le sonríe al fantasma de la bebé que tuvo alzada ese día hace 40 años.
En ese tiempo, los hombres esperaban en una banca del corredor y una enfermera les mostraba al recién nacido. Alejandro llamó a Mimí y le avisó que ya había nacido. Una chiquita. (“¿Está sanita, papá?”) Que no se llamaría Cristina, como Ella quería si era una chiquita. Con solo verla supo que era y sería Alejandra. No lo consultó con nadie. Dice Mimí que estaba como loco, feliz, contento.
Mimí fue a conocerme al día siguiente, sustancia en mano, acompañada de mi prima. Me revisó el cuerpo peludo completo. Verificó que cada extremidad terminaba en cinco deditos, una naricita de botón, achatada, que habría que afinar con paciencia, todas las noches, con masajes de dos dedos calentados en la llama de una vela de cebo. Dio las órdenes de cómo envolverme para dormir como un purito, mi sombrerito hecho de una media de mujer, cómo sacar los cólicos, cómo ponerme mantillas, cómo curar un ombliguito, cómo bañarme, cómo cargarme, cómo amamantarme, cómo se cría un hijo.
Ella dice que le dieron la salida del Hospital al domingo siguiente. Cuatro días para levantarse, recuperarse, superar un parto.
Hay una foto que nos retrata a los tres cuando veníamos saliendo. Hoy, a 40 años de que la tomaran, la veo a ella con el terror de lo vivido todavía empañándole los ojos de sus apenas 27 años. Las ojeras de las malas noches. La carita pálida y jalada. La angustia de lo que pasó y de lo que venía. La bebé-monito dormida en los brazos.
Era un día del padre- dice – “Sos el fruto de un amor muy grande”. Debe ser cierto, porque eso también me lo dejó por escrito Alejandro.
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