Anoche soñé que ya estabas conmigo. Tenías tres añitos. Pero no eras el bebé sin forma que siempre me imagino. Porque más que una carita, me imagino mi vida con vos, mis días sonriendo, mis ojos con luz, mis noches de llegar a verte, mi vida con sentido. Mi razón de vivir.
Eras un niño alto, pero gordito. Muy moreno. No sé porqué me sorprendió eso, porque hoy, recordándolo desde la conciencia, te parecías a mí, a Alejandro, a Mimí. A los Montiel, es decir, a nosotros. Y por alguna razón, yo nunca te había visto así, tan de cerca, como para extrañarme y pensar que nunca te había pensado tan real y que no me esperaba esto.
Tenías el pelito corto y negro, sin corte claro, como un puercoespín. El corte que se le hace a un chiquillo inquieto y a los loquillos del asilo. La máquina en un número bajo. Es para no tener que secarte, peinarte o cuidarte. Es sencillo, práctico, no se enreda ni suda. Otra punzada confusa.
No eras perfecto y eso fue tal vez lo más duro. Senté la frustración de obligarte, de llevarte casi en vilo, de una manita y ordenarte “Salude!”, cada vez que nos encontrábamos a alguien querido y vos en cambio querías perseguir una mariposa.
Sentí el esfuerzo por controlar la violencia de la voz. La presión de sostener la cólera y el grito. Me sorprendí de mi cansancio de lidiar con vos. Me asusté, con un dolor muy antiguo, cuando sentí que quería pegarte, sacudirte, forzarte, porque no podías concentrarte tres minutos. Porque no hacías las cosas como yo quería, como yo había soñado. El horror de sentir que sería capaz de maltratarte.
Tal vez lo más duro era que vos no peleabas, ni llorabas, ni te resistías. Te resignabas. Estas acostumbrado, apenas a tus 3 años, a esta mierda. Por eso supe en medio sueño que así era nuestra rutina.
Me avergoncé profunda e impacientemente con tu torpeza de tres añitos cuando te sentabas a comer y el plato completo fue a dar primero a la camiseta para rebotarte en las piernas. Te limpiaste las manitas en la camisa blanca y te fuiste con tus pasitos de bebé a buscar a Fuser. “Zuzú! Zuzú!: miní, miní Zuzú”
Y yo te veía con aquella ofuscación de pensar cómo semejante monstruo podría ser mío, si tendrías algún problema, si podrías aprender algo algún día, si mi paciencia podría con todo esto, todos los días, por el resto de mi vida.
Me dio culpa. Mucha. Porque pensé que no te quería así, imperfecto, gordito, torpe, distraído, poco diestro para las cosas que harían a tu mamá orgullosa, feliz.
Entonces, porque en los sueños las cosas no tienen que tener sentido, me oí a mí misma, pero despierta, recordándome que eso era apenas un sueño. Que no era cierto. Que las cosas podían ser otras. Que ya veremos.
Te escribo todo esto, Santiago, porque he estado pensando en vos todo el día. Me siento un poco como el verso de Celan: es tiempo de que sea el tiempo.
Pronto. Ya vendrás, Santiago. Ya vendrás.
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