Nota de Sole: Este texto apareció publicado en la segunda edición de la revista Musaraña, por gentil invitación de los editores. En la revista se ve mucho mejor que aquí, porque tiene un diseño, ilustración y diagramación de Daniel Ortuño que le da sentido a todo el texto. Somos el centerfold, pero estamos rodeados de cosas buenísimas en todas las otras páginas. La recomiendo
No sé si a las demás les pasaba lo mismo que a mí. Mi primer recuerdo de estarme bañando, es acompañada. Ella me supervisaba, desde el otro lado de la cortina, para verificar que yo lavara bien cada rincón de lo que uno podría lavar cuando tiene años. El brazo, examinado con atención para vigilar que no quedara ningún pedacito de piel sin enjabonar. La pierna, lo mismo, desde la cintura hasta el dedo gordo. La pancita igual. La cabeza y la espalda, por obvios impedimentos físicos, eran verificados por ella. Y así con todo, excepto con el Fofito.
A la indicación de “Falta el Fofito”, ella cerraba la cortina y me daba los únicos 15 segundos de privacidad absoluta que había que dedicar al Fofito, con una mano rapidísima, un poco de agua y listo. Para lavar el Fofito, además, uno volvía a ver para arriba.
El Fofito encerraba todo un secreto. Yo tenía fofito. Ella, fofó. A veces, cuando se sentía atrevida y traviesa, Ella le decía “Foquis”, una palabra corriente, callejera, más propia del arrabal de una cantina o de una cabaretera, pero no para mí que me estaba bañando. Y me angustiaba.
Nadie sabía cómo se veía el Fofito, porque quedaba allá lejos, en los misterios de la entrepierna. Supongo que algo muy malo le pasaba si uno intentaba verlo. Por eso se lavaba así, sin verlo. Y se secaba igual, valiéndose de paño o de papel higiénico. Algo sucio debía tener el Fofito, porque por la misma zona salía todo lo que salía cuando uno iba al baño. Hasta los peditos.
Nadie podía tocar al Fofito, con o sin permiso, queriendo o sin quererlo. Ni siquiera yo, aunque lo tuviera en el cuerpo que llamaba mío, salvo por cuestiones estrictamente de limpieza y aun así, sin detenerse mucho en el asunto. Como si tuviera espinas, como si ardiera. El Fofito era cosa aparte, un protectorado que tendría que defender en la adolescencia de cualquiera que quisiera ponerle una mano encima. De todos modos, pensaba yo, ¿quién querría tocar un fofito?
El Fofito era tan importante que nunca se hablaba de él. No podía ni siquiera preguntar nada. El Fofito tenía el aura de una mala palabra, una que se decía con la voz baja, rara vez pronunciada fuera de un baño, porque al fin y al cabo, en esta cotidianidad, de qué tendría hablar uno para meter al Fofito en el asunto?
Por culpa del Fofito, yo no podía sentarme con las piernas abiertas. Era por el Fofito que tampoco podía orinar parada, como mis primos, ni en cualquier esquina, como los chiquillos anti higiénicos de esa época entonces y los borrachos de la nuestra.
Los hombres no tienen Fofito. Tienen pipí o pito. Lo sé porque cada vez que le cambiaban mantillas a miprimo, yo estaba siempre en primera fila para observar con detenimiento. El pito, a diferencia del Fofito, se ve por fuera, pero es así, chiquitito. Por lo menos el de mi primo.
El Circo de la Televisión Española me complicó las cosas. Yo le hacía segunda a la orquesta: “Habíaunavez! Tututuruntuntuntun- Un cir-co queale grabaaaa siempreeee el corazón!”. El circo tenía tres payasos, muy divertidos: Gaby, Miliki y el más tontito de todos, el más torpe, ese que se tropezaba con todo. Ese se llamaba Fofito. Y a mí se me hacía un conflicto. Igual que en el kinder, cuando le pregunté a aquel chiquito nuevo “¿Usté cómo se llama?” y me digo “Rodolfo, pero me dicen Fofi”. Casi casi Fofito.
Mimí, mi abuela, se encargó forjarme una de las bases esenciales de mi identidad de mujer: los calzonillos se lavan a mano cuando una se baña. Y la que no lo hace, además de poco mujer, es una gran cochina. Pero no me enseñó a resolver casos específicos: cómo se lavaban cuando una se quedaba a dormir en otra casa? Cuando salgo del baño me los llevo en la mano o los escondo en un paño? Los cuelgo en este patio ajeno? Los escondo mojados en el maletín? Y si en esa casa nadie los lava, qué hace una Mimí, qué hace?
Y al lavarlos, se restriega con fuerza para que no se percudan, poniéndole especial atención a la pliplaca, decía Mimí. Para los que no saben, la piplaca, es la tirita de tela que junta la parte de adelante del calzonillo con la de atrás. La única función de la pliplaca, es tapar al Fofito. Para que nadie lo vea, para que nadie lo toque y para que no le pase nada.
La Pina, una amiga de MImí, salió un día de paseo sin calzonillos. Hubo un accidente y la Pina quedó patas para arriba. Se le vía toda la caja de fósforos, decía Mimí. Y se reía. Yo no entendía porqué eso daba risa. Yo quería preguntar qué le habría pasado al Fofito- no, al fofó, quise decir, porque era de una señora- de la Pina. O a veces Mimí decía que lo que se le vio a la Pina, fue el bollo. Entonces yo me animaba a preguntar porqué le decía así al Fofito. Y Mimí: “Cuando seas grande ya vas a entender. Acordate de esto siempre: vos nunca vas a pasar hambre. Todas las mujeres nacemos con un bollo de pan entre las piernas.”
Cuando me quedaba a dormir donde Mimí, Mimí también me supervisaba en el baño, para controlar que yo no hiciera ni mucho reguero ni mucho relincho. Mimí no se andaba en mierdas. Tenía una visión más empresarial, más clara, más integral de las cosas. Cuando llegaba el momento preciso, lo que Mimí me decía era: “Lavate bien el negocio”.
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