Mi padrastro tenía un radio de onda corta, enorme, llenos de botones y de bandas con números. En las noches, se ponía a buscar u buscar entre la estática hasta dar con una estación. A veces nos llamaba a mi hermano y a mí para que escucháramos. Para mi hermano era una oportunidad de estar con su papá. A mí, las transmisiones me paraban el pelo. Entre los ruidos electrónicos, se escuchaba claramente el nombre de la emisora: Radio Venceremos, transmitiendo en vivo, todas las noches, desde algún lugar perdido de las montañas salvadoreñas.
Ellos informaban de sus avances, se reían del ejército y sus generales, hacían el luto por sus muertos, se enviaban recados a los pueblos. Eran el soundtrack de aquellas imágenes tan crudas que veía en Notiseis en las tardes, los muchachos morenos de verde olivo caminando entre charrales, la gente descalza muerta y desparramada a los pies de las gradas de la capital salvadoreña y un obispo valiente, exigiendo en nombre de Dios que cesara tanta violencia. Y el golpeteo de las balas. Y la tristeza de los refugiados. En la escuela, todas las mañana nos obligaban a rezar por la guerra en Centroamérica. Y nos advertían que eso que veíamos en la tele, las madres llorando por los hijos tomados por el ejército, las matanzas, los pueblos arrasados, bien podía ser el futuro de Costa Rica si caíamos en manos de los comunistas. Era el inicio de los ochentas y la guerra centroamericana se nos incrustaba en la retina con toda su violencia.
A los 9 años, en un viaje a México, el avión hizo escala en El Salvador. Yo me solté de la mano de Mimí y me fui a buscar un baño. Al salir, me di cuenta que me perdí y empecé a buscar a mi familia. En lugar de ellos me encontré a un soldado, moreno, de verde olivo, totalmente armado. El se agachó y me preguntó si estaba perdida. Yo me paralicé del pánico, empecé a llorar a los gritos y corrí y corrí sin saber para dónde iba. Ese es mi primer recuerdo del pueblo salvadoreño.
Luego volví, ya vieja, en otras circunstancias. Y fui a la casa de Monseñor Romero y visité la Catedral y desde su puerta principal me pareció ver aquella imagen dantesca de la gente huyendo de las balas o herida en media plaza. Y conocí ex guerrilleros que me hablaron de la lucha, de los amigos, de los primos, de los jesuitas. Y me alegré, en ese entonces, de que Shafik aun estaba vivo. Y me di cuenta que el frente podía haber entregado las armas, pero que no claudicaba en la lucha. Y me sentí orgullosa de ellos y de mi condición de centroamericana, admirada en su insistencia y en la conciencia evidente que demostraba un país donde los años de paz han sido un cese de la sangre pero no de la explotación. Y avergonzada de pensar que la historia de El Salvador, a pesar de lo cercano en la geografía, es de las cosas que menos se conocen.
Está la señora que vendía los helados en una esquina de un pueblito que llevo en el corazón que se llama Suchitoto, con una hija que estaba estudiando medicina becada en Cuba. El dueño del Bar El Necio, que aunque vive en una casona de hacienda, los años de montaña lo marcaron y no puede dormir si no es en una hamaca, los muchachos educados por el Padre Alas, a muchos de ellos les salvó la vida sacándolos, por ejemplo, hacia Costa Rica. El taxista que hacía operaciones clandestinas urbanas para la guerrilla y que me llevó a unos chinamos donde conseguí cosas del frente. Las montañas que rodean la ciudad, por donde el día de la ofensiva final bajaron miles de lucecitas hasta llegar a los barrios exclusivos, tocar la puerta y ordenar que les sirvieran comida, para luego retirarse sin dañar a nadie ni a nada. Los libros maravillosos que encontré en la curia de la Iglesia Católica, la Editorial Maíz, los testiomonios y los discursos. Los poemas de Roque Dalton.
Y esta historia, que leí en “Las 1001 historias de Radio Venceremos”: una patrulla de 3 llegó a la casa de una viejita, en la montaña. Ella tenía un mensaje para la guerrilla, pero no sabía si la patrulla era o no del ejército. Los muchachos le pidieron algo de comer. Ella les dijo que solo tenía una tortilla con un poco de frijoles. Aceptaron. Ella la calentó y les sirvió en su platito de lata. El comandante de la patrulla se comió la tortilla completa y se fueron. Ella supo que eran del ejército, porque los muchachos de la guerrilla compartían todo, por partes iguales, sin que nadie les dijera nada. Porque uno no hambrea a un compañero. Porque el grupo es tan fuerte como el mád débil de sus miembros.
Hoy, por la vía democrática, el Frente finalmente llega al poder, en medio de la desconfianza de los dueños de los centros comerciales de lujo, los hoteles, las tiendas y las fábricas. Son casi ochenta años de lucha. Y ahora, finalmente, tendrán la oportunidad de probar porqué su opción era mejor que la de los asesinos que fundaron el partido de la derecha con las reglas de juego que fijó la derecha. Ojalá los dejen gobernar. O puede ser que de repente la derecha reconsidere que eso de la democracia no funciona cuando gana la izquierda. Pero ahora no hay facho en Estados Unidos que les financie seis mil millones de dólares para masacrar a un ideal ni a un pueblo.
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