Yo soy esa, la que llega, 10 para las seis de la mañana, que se quita los pantalones en el mostrador mientras me revisan el carnet para no perder tiempo en vestidores. La que llega ya cambiada. La que estrena la ducha de agua helada y se moja solo la espalda, mientras piensa en la contradicción enorme de los años en que evitaba el baño los sábados y Mimí le revisaba precisamente eso, la espalda, para darse cuenta de que era mentira que había pasado por agua, a pesar del paño húmedo, a pesar de las pestañas con agua.
La que siente por ratos que odia al señor mayor que se apropia del primer carril y que una vez incluso de una patada me empujó mis chancletas al segundo.
La del vestido de baño azul oscuro que ya está un poco raído. La que cuando va nadando de repente se pregunta si se habrá rasurado. La que se oye como un intento de ahogo cada vez que toma aire. La que nada con desgarbo y despacito, pero por dentro se siente casi sirena. La que insiste en 40 piscinas, entre libre, dorso, patadita y paletas. La que se hizo compita del gordo bajito porque concluimos que los dos nadamos al suave, lentito.
La que refunfuña bajo el agua cuando ve que se acerca la europea reflaca que parece no conocer el invento de la Gillette y que por la pinta de las axilas y ese acento que pareciera alemán fue bautizada como “la Selva negra”, que me obliga a compartir el carril y casi a ser atropellada, porque Selva Negra nada mucho más rápido. Y además con más gracia.
La que quiere aprender a dar la vuelta. Ese giro en el agua que se ve tan fácil y tan elegante. El que hace la muchacha de la gorra turquesa. La que le pregunto al profe si le podía dar una clase teórica de dos minutos y el profe me dijo que tenía su toque y que no era tan fácil y entonces me resigné y ya aprenderé por mi propia cuenta.
La del ridículo de la bata de paño morada, pero super útil para la manejada de vuelta y para no tener que cambiarme con las demás señoras del Sello de Oro que llegan a nadar a la misma hora.
Esa.
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