Las primeras elecciones que recuerdo fueron en el 78. Ella me montaba al carro, me daba una bandera y me decía “Vamos con Barzuna” y yo la agitaba por la ventana con fuerza y a mis cinco años y medio, me peleaba con intrincados argumentos inventados por mí del porqué nos convenía Barzuna. De repente un día ya no era Barzuna, sino un hombre rubio, muy guapo, sonriente, que se llamaba Carazo. Y cambiamos la bandera pero no la emoción y orgullosamente me llamaba carazista.
El primer día de mi primer grado en un colegio de curas franciscanos, Missis Rodríguez preguntó que cuántos éramos caracistas. Ganábamos por gorreada y no era sorpresa. Nosotros representábamos con nuestros cuadernos nuevos y primer día en escuela privada, a una clase media que creía. El país entero de verdad le creyó al hombre de la sonrisa encantadora. Costa Rica escogió creer, con inocencia e ingenuidad, que sí, que él daba la cara, que el iba de frente, que él iba adelante porque todos nosotros íbamos detrás, porque nos emocionábamos hasta la médula al verlo afirmar eso con fuerza, con convicción y miles de banderas blancas con celeste se agitaban al cielo.
Cuatro años después, yo hacía fila en una caja del supermercado y ella en otra. Me había advertido que no la saludara, que no hiciera ninguna seña de que la conocía. Me había entregado el dinero exacto. Me había dicho que si me preguntaban porqué andaba sola dijera que mi mamá estaba en casa con mis hermanas. Hacíamos fila en el super y la gente ya no sonreía. Había sido mentira que él daba la cara y que iba de frente. Nos puso a todos a recibir el golpe y él se quedó atrás. Racionaban la leche. Había habido una fuertísima devaluación. El dinero no alcanzaba para nada. Los chocolates, las manzanas y las uvas se convertirían en un raro lujo hasta bien entrados los noventas. Mis hermanos no pudieron entrar a un colegio como el mío y yo me mantuve porque mi papá había dejado un dinero para mí y el patronato aceptó financiar mi educación.
“Mimí- le pregunto- Vos qué eras en el 48?”
“Pobre- me dice- pobrísima. Lavaba ajeno. Había días que no comía. Cuando venían los marichis me ponía un cobija al hombro para venderles comida. Cuando se iban y venían los hombres de don Pepe, sacaba un trapillo verde. A ellos también les vendía almuerzo”.
“Vos eras pancista!”- la acuso.
“No. Tenía estrategia.” – se defiende, le brillan los ojos y se carcajea- “Dejá de hablar mierda y sacame el vestido negro, que ya viene Oscar. Te dije, verdá? que de estudiante él iba a estudiar a casa y se sentaba en ese banquito de madera chueco y yo le ofrecía agua dulce porque no había nada más que darle. Tu papá lo quería mucho.”
Uno de los grandes orgullos de Mimí fue cuando siendo presidente, la visitó Oscar, el compañero de los muchachos (mi tío y mi papá) y guardó hasta su muerte la foto de la visita, y aquel vestido negro (como correspondía a una señora mayor y viuda) que se llamó por años el vestido de Oscar.
Pude votar por primera vez por José María Figueres. Era y sigo siendo liberacionista. Mi profesor de estudios sociales era verde perico acérrimo y así nos educó a todos. No sé si alguno de nosotros haya votado diferente o haya cambiado de opinión. Yo sí viré un poco hacia la izquierda. “Todos los caminos llevan al socialismo” dice el Comandante en Jefe. Aprendí a admirar a José Figueres Ferrer y a su obra. Con los años aprendí en muchos libros que don Pepe tuvo la visión de hacer del país lo que Allende pagó en sangre por querer hacer del suyo. Independientemente de si en el mundo de hoy funciona. Yo lo que le admiro es su entrega y sus huevos para hacer un proyecto. Y no le exijo que sea perfecto.
Y en las plazas públicas de José María, cuando se colocaba en el extremo de la tarima y empezaba a agitar una bandera enorme y en la pantalla gigante, se veían las imágenes a blanco y negro de don Pepe entrando a San José en un tanque o un camión u otro carro grande, agitando una bandera igual de enorme, se me henchía el corazón de verde liberación.
Mis jefes estaban totalmente involucrados con Liberación. Con uno de ellos fui a muchas plazas públicas, reuniones en hoteles, manifestaciones de fuerza. Conocí a José María y me escalofrió el frío vacío, el vidrio de sus ojos de culebra. Y fui miembro de mesa en una escuela en el centro de San José. Esa experiencia “cívica” me sacó el menudo y aun me pregunto, para estas épocas, cómo es que no se hace fraude. Las mesas de votación se manejan peor que una pulpería. Todo el mundo entraba y salía. A dejar comida, a recoger datos de votación, a ofrecer reemplazos, a colar amigos, a echar piropos.
Las papeleteas se perdían, se rompían. Era casi imposible saber si el que llegaba a votar era o no. Decomisamos armas, cuchillos, e implementos extraños para permitir acceso al recinto. Debatimos si ese travesti que insistía en llamarse Angela era Rodrigo Martínez, el del padrón con la foto de barba. Le recibimos votos a personas ciegas. A abuelitos que insistían en que venían a votar por don Pepe porque el único mariachi bueno era el mariachi muerto. A abuelitas que pedían consejo de por quién votar y yo les decía, que depende, de con quién iban en el 48.
Al final de la tarde regamos las papeletas en el suelo y las empezamos a contar manualmente. Yo sin ninguna experiencia electoral, estuve a punto de dejarme llevar por los demás, que con más colmillo sentenciaban cuáles eran o no votos válidos para su partido y transaban entre ellos para repartirse los dudosos. Al final los echamos en un saco y nos fuimos caminando por las calles oscuras de San José, a dejarlos a las oficinas de Cortel más cercanas. De ahí al tribunal Supremo de Elecciones donde confirman la contadera. Y no hay fraude. Y confirmamos una tradición desordenadamente democrática. “Treinta mil votos– dijo mi profesor de ejercicios jurídicos- treinta mil votos, pero ganamos y se los van a tener que tragar 4 años con cuchara…”
No vote en las elecciones de Abel y me arrepentí porque si hubiera votado, al menos podría decir que no fui culpable, pero lo fui, porque teniendo dos oportunidades, no me dio la gana ir a votar. Ahora estoy más vieja y mido mi elección desde el punto de vista de mi conveniencia personal y de la conveniencia nacional, pero sin renuncias. Leo las entrevistas. Los escucho en la radio. Veo Café Política. Trato de analizar los debates, las acusaciones, los manejos. Hace cuatro años tuve la oportunidad de entrevistar a varios de ellos en radio. Trato de participar en conversaciones que no sean higadosas. Me interesan los análisis.
No quiero un presidente que caiga bien o que sea humilde. Eso lo quiero en un amigo, en mis hermanos, en una pareja. Quiero un presidente que sepa hacer las cosas y tenga los huevos. Sin dobles discursos. Quiero un presidente inteligente, educado, que sepa analizar las cosas, que imponga respeto. No un oportunista que haya vivido siempre de la teta del gobierno.
Estos meses he visto como la gente defiende sus votos. Cómo mi hermano cree que ser de izquierda es votar por el PAC y para en eso su cuestionamiento. Cómo se han definido votos por anuncios. Como los liberacionistas se asustaron con la última encuesta y dicen que saldrán a votar, calladitos, en las tres papeletas. Como nos hemos atomizado. Como nos quedamos sin opciones. Como nadie lee nada, ni programas de gobierno ni periódicos y votan al ritmo de cumbia o porque le gustaron unas máscaras. Cómo se destruyó el PUSC y el hijo del caudillo amenaza con volver al ruedo. Como los libertarios crecieron, porque un pobre votando por los libertarios es como un negro votando por el Ku Klux. El destino de un país elegido a ciegas, dándole la
espalda al raciocinio. Verde y blanco por mi tradición, amarillo y rojo porque soy herediano, Pusc porque a pesar de los pesares sigo siendo de hueso colorado…
Hoy me desperté temprano echando mucho de menos una presencia y pensando, a cada rato, qué estaría haciendo. Y bajé al kinder a desayunar. Fui a Desamparados a ayudar con el transporte verdiblanco. Uno del PAC, agresivo y atorrante, amenazó en un semáforo con sacarme mi bandera del carro “La toca y se la reviento en la cabeza. No sea estúpido” le contesté muy seria. Conversé con liberacionistas confiados, pero no por eso, menos preocupados. Llegué a la escuela donde me tocaba el asunto. Los vi buscarme en el padrón, encargarme a un guía de doce años con cuerpo de veintitantos y una camisetilla rala. “apague el celular” me dijeron.
Me pongo detrás del cartoncillo y se me vienen estos recuerdos. Y pienso, oh tontilla, que me emociona de verdad poder votar. Pienso en los que en otros países han entregado su vida o su cordura por tener ese derecho. En los indios que votaron por Evo. En los pobres que votaron por Chavez. En los uruguayos exiliados que volvieron a votar por Tabaré, dos veces. En los sobrevivientes que escogieron a Bachelet. En los valientes que en situaciones incómodas, cansadas, peligrosas, lentas, cuestionables, dejan todo de lado y van a votar. En el estado de Florida y un Al Gore incrédulo. En la primera vez que votamos las mujeres. En la primera vez que votaron los negros. En los que creyeron y fueron traicionados.
Marqué mis tres X en un voto quebrado. Que gane el que hayamos escogido por mayoría. Y que los demás sepamos respetarlo.
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