Llevaba más o menos 10 años de no verla. Una infancia y una adolescencia entera habían sido suficiente. Ya la había ingresado a la lista de los que son familia por accidente biológico y no por cariño. Resucitó ese día de entre mis recuerdos muertos.
Se me apareció en medio pasillo del mall, con su caminado de modelo internacional y su hablar superior. Dijo mi nombre en voz alta, en esa voz ronca que ella siempre consideró sexy, como para que yo tuviera la certeza de estar de nuevo frente a su majestad, la reina de belleza, e hiciera la reverencia acostumbrada.
Me preguntó por mi vida y me dijo que se me veía bien. Contesté solo con monosílabos y no quise saber nada de la de ella.
Es curioso, aunque curioso no sea la palabra, toparse con tu archinémesis de infancia. Me sentí de nuevo como si tuviera 11. Me da vergüenza, pero hasta me fijé a ver si ella seguía siendo la muñeca de caja o si ya se le notaban los años en las arrugas alrededor de los ojos.
Después pensé que debí haberle dicho muchas cosas. Actualizarnos ambas. Hablar de ese silencio tan largo. Pero sobre todo, decirle yo, informarle yo, de mi declaración personal de independencia: “Ya no soy el patito feo, me oís? Hay días en que me veo en el espejo y casi creo que me hice cisne”.
Me lleva puta con el trauma que es, para todas las mujeres, el tema de la belleza, la comparación, y la inteligencia como premio de consolación para las menos agraciadas. Habrán algunas que dirán que eso no es importante, que no es cierto; pero muy adentro todas saben que tengo razón. Dicen los machistas que solo las mujeres que fueron, son o se piensan feas usan esa defensa con un fingido aplomo, seguridad y convicción…
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