Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

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En el cine

domingo, junio 2, 2024

Antes de la pandemia, Marce y yo íbamos al cine casi todas las semanas. Con el Covid, Pato y el streaming, simplemente dejó de pasar y la vez que Pato y yo nos escapamos al cine, nos dio Covid.

Ayer fuimos a ver Garfield, que me dejó con la fúnebre sensación de un porcentaje importante de muerte neuronal. Animada por computadora, doblada, aburrida, con escenas de miedo poco apta para niños e insulsa.

Pero ahí fuimos con nuestras palomitas gigantes y slurpees de sabores artificiales y, por supuesto, sin mascarilla.

Pato se terminó tomando el mío y el de él. Y sus palomitas dulces. Completas.

Tal vez por eso pasó toda la película como si tuviera hormigas en el poto. De un lado a otro, se movía, se acomodaba, levantaba el brazo del asiento, trataba de acostarse encima de mío, se ponía la suéter, se la quitaba, se metía en la mía, se la quitaba y así, acabando poco a poco con lo que me quedaba de paciencia.  Cada vez que le preguntaba si le pasaba algo, me decía que no, que tal vez quería ir al baño, pero todavía no, etc.

Es difícil esto de dejar la crianza de tough love de lado, sobre todo si es lo único que he conocido y que me parece que funciona. Es más difícil encontrar formas alternas de decir las cosas y no enojarse. No dejar salir lo que uno piensa. Controlarse.

Si lo logro al trabajar, no debería haber motivo para no hacerlo en casa, menos con todo lo que Pato es para mí.

Entre la movedera y la película, me iba agriando como leche dejada al sol…

La película empieza con Garfield bebé, adorable, por supuesto, al que su papá lo deja abandonado en un callejón en una noche lluviosa. Le dice que regresará y no lo hace. Garfield, hambriento, se acerca a un restaurante italiano donde conoce a John, que se lo termina llevando a la casa.

Pato siempre juega a ser el perrito Arcoiris, que estaba abandonado y alguien lo encuentra. El le dice que no tiene mamá ni casa y está dispuesto a que lo adopten. Más que juego, es una dirección estricta, porque para cada línea de diálogo, acción, etc, Pato da una instrucción clara: Digamos que entonces tú te asomabas debajo de la mesa y encontrabas a Arcoiris dormido y le decías que si quería tener mamá…

Pero luego, en la película, el papá de Garfield vuelve a escena, le salva la vida a su gatijo, le explica que siempre lo quiso, que nunca lo abandonó, que solo fue a buscar leche, que podía ser un rufián pero que cada domingo lo iba a ver de lejos, desde el árbol de frente a la casa para por lo menos confirmar que está bien, dejando una marca en el árbol que, al final, termina todo rallado.

Hay una escena particularmente dura, del gato papá sentado en una acerca, con el bebé en los brazos. Llueve y todo está gris. De todas partes los echan, estorban a todos y tienen hambre.

Al final, el papá de Garfield se incorpora a la familia, a la casa y a las fotos de todos juntos

Los paralelismos con la historia de Pato me tenían tensa, molesta. Debí haber revisado el argumento de la película antes de aceptar ir a verla.

Pato me volvía a ver en cada una de esas escenas o al menos eso me parecía. Yo no le decía nada porque en el cine no se habla. Todo el mundo sabe eso.

Cuando salimos, como siempre, le pregunté qué le había parecido la película.  Hubo un silencio largo. No quise presionar

  • Sabes, mama? Me costó mucho quedarme quieto todo ese rato tan largo

25 de mayo

sábado, mayo 25, 2024

«Hoy hubiera cumplido 49 años»- me escribe mi mamá en un mensaje de texto.

Como si nunca hubiera olvidado la fecha. Hace poco más de un mes me pidió que lo buscara en el registro civil, porque algo le decía que esa fecha era importante y no recordaba porqué: el nacimiento y la muerte, 10 horas después, de su segundo hijo, mi hermano.

Nació antes de tiempo y con alguna condición que en esa época no se podía tratar bien. El médico advirtió que si sobrevivía, quedaría con daño cerebral o retraso. Eso pasó 4 días antes de que mi papá cumpliera 32 años y poco menos que seis meses antes de que él también muriera de un ataque al corazón.

Leo el mensaje y pienso si de verdad le dolerá. Seguro que sí. Me ha tocado ver de cerca, antes y ahora, el dolor de una madre de perder un hijo.

Pero luego pienso en lo que vendría después si él- Manuel de Jesús- hubiera sobrevivido. Una viudez con dos niños pequeños, uno de ellos discapacitado.

Con esa carga, difícilmente se hubiera podido casar de nuevo y quién sabe qué nos habría pasado.

Y si lo hubiera hecho, pienso en mi infancia, en sus dolores y silencios. En ella y cómo siempre le huyó a la maternidad, lo molesto que resultaban sus hijos, las veces que me quedé esperando que me defendiera o me consolara y pienso que, de verdad, Manuel, lo mejor que te podía haber pasado a vos era morirte.

vuelvo a respirar

sábado, mayo 25, 2024

El jueves vi al Patán y, de repente, ese roble que es él, se veía marchito.

Lo vi varias veces para confirmar. Es cierto, ha envejecido, como cualquier ser humano, pero se veía mal. Mal.

Pensé en preguntarle directamente si se sentía bien. Noté que estaba sin rasurar. Lo regañé por eso.

Hoy hablé con el hijo y me animé a preguntarle si el Patán está bien. Le conté lo que vi. Traté de que no escuchara mi miedo.

Me tranquilizó saber que fue que andaba de goma, culpa del futbol. Me aseguró que ya el viernes estaba repuesto. Que no me preocupe.

A woman in love

jueves, mayo 23, 2024

Desde la banqueta, oigo que empieza esta canción. Luego la oigo cada vez que respiro. O si paro mientras aun están sonando.

Pienso en cosas. Cosas como que nunca me he sentido una MUJER. O sea, sé que formalmente lo soy. Pero no siento esa fuerza que tanta gente dice que viene de ser mujer. Mucho menos un mujerón. No siento la diferencia por ser mujer.

A veces siento que soy una vergüenza del género, precisamente porque nunca me gustaron los vestidos, las muñecas, las cosas rosadas. Porque nunca le gusté a nadie y no supe de novios o popularidades. Porque no había una comunidad de mujeres en quienes apoyarse o aprender.

Qué importa que seas una mujer si estás enamorada? porqué marcar la diferencia? cuál es ese impulso que sacan de saberse mujeres? qué no saben que solo por eso somos más vulnerables a todo?

Hoy vi al Patán. Y lo vi hecho mierda. Me pesa el corazón. Tengo miedo.

Sabor

miércoles, mayo 22, 2024

Pato ha insistido en que hagamos cosas juntos, y por cosas, se refiere a cocinar. Así que hoy fue el día. A él le tocaron los frijoles arreglados, a mí las fajitas.

Ponemos música mientras cocinamos. Trato de enseñarle algunos pasos.

Pero me para en seco:

«Mami, así bailan ellos. Nosotros tenemos sabor, no necesitamos bailar como los demás. Bailamos como nosotros queremos»

Y sigue menéandose al ritmo de la canción.

Sartorial

lunes, mayo 20, 2024

En el hoy, reviso redes sociales como forma de mantenerme haciendo algo, tratando de aprender algo, de reírme de algo. Sigo una cuenta donde se comentan los trajes de hombres, su corte, caída, largo, tela, tamaño y se muestra la diferencia entre una escogencia y otra.

Me maravilla porque siempre he sentido que no tengo esa agudeza de vista. Nunca sé escoger las cosas o qué va con qué, o qué se me ve bien. Nunca me acuerdo de la colorimetría de mi piel y sería feliz en jeans y camiseta. Quisiera, eso sí, que las cosas se me vieran como en la revista, tener ese conocimiento, ese sentido del gusto y no simplemente ponerme lo que me parece que me queda.

Mi papá, entre los muchos trabajos que tuvo, fue sastre. Aprendió desde niño, en la sastrería de mi tío abuelo. Me lo imagino enhebrando, cortando, acomodando, apreciando la tela con la mano, planchando, tallando a los clientes, oyendo la conversación de los otros sastres. La sastrería, un lugar solo de hombres, una escuela distinta.

Han pasado casi 50 años desde la última vez que sentí su abrazo. Y en el futuro que él no vivió, lo sigo sintiendo conmigo y sonrío.

Culpas

domingo, mayo 19, 2024

Siento una culpa horrible cuando te veo apagarte, ponerte serio, decir que no tenés hambre. Me siento pésima y responsable e ese silencio, de esa ausencia de sonrisas y canciones, de todas las preguntas que empiezan con “me pregunto”. Sospecho que hay menos abrazos y menos besitos y menos caricias cuando estamos bajo el efecto de la pastilla.

Y, a la vez, dicen las maestras que vas bien en todo, tal vez un poco lento al copiar de la pizarra.  Que sos educado, amable, resiliente, cariñoso y otro, comparado con el año pasado, cuando no sabíamos qué era lo que te impedía concentrarte.

Dice tu otra maestra- la que te sacó del hueco- que vas excelente y que sospecha que sos disléxico además, pero que no digamos nada aun para poder desarrollar estrategias de ajuste. Y que por eso te cuesta copiar.  

Sentí el derrumbe de la idea que he venido cultivando, en secreto, de que algún día quisieras leer todo lo que he escrito, que siguiéramos conectados por mis palabras y tus ojos profundos.  Aceptar qué es posible que no te guste leer y que todo lo que ha quedado en el teclado ahí mismo se pierda.

Dije que me preocupaba tu futuro. Me dijo la maestra que no entendía porqué. Que abundan los disléxicos que se han forjado vidas sin problema.

Veo que leés palabras en la calle, en la tele, en la misma casa. Ya tengo que tener cuidado con lo que escribo.

Esa lentitud, que a mí no me estorba, pero parece que a la escuela sí, hace que traigás trabajo para la casa casi a diario. Nos sentamos a hacerlo a la hora en que va pasando el efecto. Y entonces empieza la tragedia: lágrimas, enojos, tirás cosas, gruñís. No quiero. Papá te regaña y te amenaza. Yo creo que podría hacerlo mejor, pero a la hora y media, también pierdo la paciencia.

Hoy, agotados, hicimos el experimento. Te dimos la pastilla y la tarea se resolvió en 10 minutos. Te pregunté cómo te sentís cuando la pastilla empieza a hacer efecto:

Raro, porque todo desaparece y solo estoy yo y la maestra y dejo de escuchar todo lo que dicen mis amigos.

Para eso está la pausa, te dije.

Pero es peor. Le escribimos al médico a preguntar si sería necesario subirte la dosis, para cubrir esos periodos.

Me digo a mí misma que es por tu bien. Que es tan medicina como la que tomás para prevenir el asma, como la que tomo yo para la tiroides. Recuerdo al médico diciendo que sos extraordinariamente inteligente y que él recomendaba medicarte solo para que esta inteligencia no tuviera freno y que no crecieras creyéndote tonto o escuchándolo de otros.

Y, sin embargo, la culpa. Si te estaré robotizando. Si es necesario tenerte como un zombie. Si esto es un zombie o es un niño normal. Si tu silencio y tu calma es más bien una tristeza profunda. Si en realidad lo hago para que mi vida sea más fácil. Si todo me lo estoy imaginando.

El regalo

domingo, mayo 5, 2024

Hoy Waweli le dio a Pato un regalo especial. Es un carrito modelo del que fue su primer carro, en Santiago.

Para entonces ya trabajaba en un taller mecánico en las noches e iba a la Universidad en la mañana. Ahorró y se lo compró. No era el carro más frecuente en la ciudad, pero sí se veían de vez en cuando. Les decían los huevitos.

Este fue mi primer carro. Aquí le di el primer beso a la Nonna cuando empezábamos a pololear. Con este carro la conquisté.

Es un BMW, chiquito. El de él era celeste y descapotable. Atrás cabía una maleta pequeña. En la puerta, había un bolsito para llevar cosas.

A Micro-Car That You Enter Through the Front of the Vehicle ...

Era más pequeña que las llantas de unos buses que se llamaban Mitsubishi. Llamaba la atención en todas partes por lo bien cuidado que estaba.

Desde entonces hemos estado juntos, transitando por la vida. Mira, le puse en los asientos una foto de la Nonna y mía. Entonces estábamos jóvenes y ahora ya somos mayores. Quiero que lo pongas en tu escritorio y cuando tengas problemas, te sientes en tu silla, abras la puerta y veas a tu Nonna y a Waweli y te pongas en las buenas contigo.

Después tuvieron un mini Morris 800, rojo, con una tapa con la bandera de Inglaterra pintada. Con ese fueron a Argentina con la abuela Berta, que compró tanto, que tuvieron que comprar una canasta para poner en el techo y traer la maleta. Viajaron por la carretera que en esa época era de un solo carril y en las curvas se pitaba para avisarle a los demás que venías.

Cuando tengas problemas en el colegio, con tus amigos, con el papá o la mamá, te sientas a ver la foto y recuerdas lo mucho que te queremos y eso te va a ayudar a sentirte mejor. No es para jugar, para chocarlo ni para que te metas a bañar con él. Es para cuidarlo. Cuando vaya a tu casa me voy a fijar si lo tienes en tu escritorio.

Hablaron un poco más de la comodidad, de cómo se metía uno al manejar, dónde quedaba el motor y el tanque de gasolina, si olía o no a combustible, y otras cosas más.

Me costó disimular las lágrimas. A veces me da miedo que ellos sientan que pronto dejarán de ser esos muchachos de veinte años y que su cuerpo finalmente les falle. Como si empezaran de una vez a despedirse.

Tall-girl syndrome

domingo, mayo 5, 2024

Es cierto que yo quería que me invitaran. También es cierto que cuando lo hicieron, me entraron serias dudas de ir o no.

Pero fui. El calor era impresionante, como un sauna enorme.

Hay días que pienso que he avanzado como persona. Ayer no fue uno de esos días.

Odio ser la mujer más alta del lugar, la persona más alta. Odio no poder oír a la gente que me habla, porque me tengo que agachar. Odio el ruido distorsionado de la música. Odio tener que gritar para poder decir algo. Odio caminar de allá para acá. Odio no poder sentarme un rato. Odio sudar, sentir las gotas en la cara y pensar en todo lo que se ha corrido y que me debo ver como una puta del puerto. Odio sentirme alejada de todo, distinta. Odio luchar contra todos esos pensamientos, absorta en el ruido, viendo y no viendo a la vez. Odio sentirme incómoda. Odio no saber cómo comportarme, qué hacer, para dónde ver. “Esto es como los bailes del cole. Vamos de aquí para allá”. Eso también lo odio. Odio a la que se me acercó por detrás, y me dijo que andaba estrenando blusa y me arrancó la marca. Odio que esas cosas se me olviden. Odio sentirme desadaptada. Esa sensación de humillación. De que se ríen de mí. De que me tienen lástima.

Veo gente maquillada perfecta. Yo no me sé maquillar. Veo ropa que quisiera poder ponerme. Pero también sé que hay ropa y zapatos que se ven divinos hasta que los ves en tu talla real. Veo gente que sabe combinar accesorios, ropa, pelo, colores. Yo solo sé combinar letras. Quisiera proyectar seguridad, que me siento orgullosa de mi metroochenta, que me siento hermosa. No puedo. Siento que avanzo como una marioneta enorme, deforme, que se me ve la escoliosis, que se me nota la espalda curva.

No debí haber ido. Pero fui. No debí haberme quedado tanto tiempo. Pero me quedé. Tal vez fui con la tonta ilusión de bailar y cantar a gritos. No hubo nada de eso.

Bueno, check. Fui y me vine dos horas antes de que terminara. No daba más. Pensé en el camino de vuelta. Quedé ronca. Me dolía el cuerpo. Pensé mucho. Esta experiencia me generó una regresión a un tiempo que nunca me gustó. Tengo claro que no me gustan los molotes, los bailes, los conciertos, que no me siento cómoda así. Me siento muy sola en ambientes así. No soy la persona que se anima a hacer conversación- menos a gritos- con gente que no conoce. No soy la persona a la que la gente llega a hablarle. Soy la persona a la que miran con asombro como se mira a un gigante. Soy la excepción al ser social.

En la radio, una de las canciones de hoy, entre cumbia y ranchera, lamenta perder el amor de su vida. Me pregunto si eso es lo que me hace sentir triste y sola. Porque lo perdí. En realidad lo que perdí fue la idea de que eso existe. Pero no puede ser porque el amor de mi vida tiene 8 años, colochos, ojitos perfectos y me está esperando en el portón cuando llego y se alegra tanto de verme como de ver el algodón de azúcar que le traje del evento.

Reenacting death

sábado, mayo 4, 2024

En mis sueños, desde hace como 3 años, mi abuela está encamada, casi inconsciente, con un grupo de enfermeros y cuidadores que la atienden. A veces la voy a ver, siempre llego en carro y parqueo en la esquina y me siento al lado y le tomo la mano y le digo que la quiero. Ya no siento la culpa de siempre ni sus ojos reclamándome ni el gesto duro de reprobación, porque parece que al fin entendí que ella no era para siempre.

Anoche reviví su muerte. Estaba así, en una cama y una compañera de oficina pasaba a verla y nos avisaba que estaba muy mal. No me angustiaba. Había estado mal desde hacía mucho tiempo. Pero un rato después llamaba a decir que ya había muerto. Era 14 de setiembre. En realidad, ella murió a finales de julio.

Yo llegaba a la casa, que era la esquinera de dos pisos, donde crecí con ella. Estaba llena de familiares en una especie de duelo, que, aunque tristes, estaban rebuscando entre las cosas de ella. El cuerpo no estaba.

Me sentía muy triste pero también enojada. Le decía a mi tío- el malo- que yo solo quería las fotos que ella guardaba. Con el gesto displicente de siempre me decía que me llevara lo que quisiera. Mi mamá me recordaba que mi abuela tenía una máquina de café nueva, en caja, que por favor sacara eso para ella. La encontré y se la di.

No me importaba el teléfono antiguo, dorado y pesado. Tampoco esa maquinita de cuerda donde se ponía el auricular para que la persona que llamaba escuchara música mientras se le atendía. En el baño estaba aquel asiento de inodoro de plástico pesado y transparente, que por dentro tenía muchas monedas brillantes.

Yo buscaba las cosas donde sé que las tenía. En la mesa de noche, en las gavetas. Fotos viejas y algunas a colores por todas partes. Mientras buscaba, me encontré con cajitas de cartón de regalos que le hice durante la infancia, folders, libros sueltos, escrituras. Pensé en cómo todo lo que yo no me llevara iba a ir a dar a la basura aunque ella por algo lo habría guardado.

Me llevé todo lo que pude, repasando, con la vista, hasta el mínimo detalle de aquella casa. El ropero de madera del otro cuarto. Las gavetas que yo siempre registraba.

Mi tío y mi prima, su hija, se me acercaban a decirme que no me llevara las fotos donde aparecían ellos. Le recordaba a mi tío que en la muerte de verdad, yo le entregué a él una foto de mi abuela joven, acostada en el suelo, mirando a la cámara, con una mano apoyada en la mejilla y robacorazones en ella cara y la había perdido. Les ofrecí mejor hacerles copias.

Cuando tuve todas las fotos y antes de que llegaran con bolsas de basura, dije que quería llevarme sus rezos, esas estampitas impresas que usaba en la madrugada y antes de dormir para encomendarse a Dios. Quise además el rosario de cuentas enormes de madera, pedazos de corteza sin lijar que tenía en el respalda de la cama. Ya no estaba.

Recordé que tenía joyas: aretes de oro, medallones, collares. No me importaba.

Marcelo llegó a ayudarme. Le pedí que me ayudara a revisar el closet del cuarto. Quise llevarme mi cobija amarilla, la que usaba cuando dormía con ella. No estaba. Entonces la azul, que es más gruesa. Puede ser que no la use nunca. Tal vez Pato la quiera. Pero necesito sentirla cerca.

Sus zapatos me quedaban, pero no me los quise llevar. Revisé a ver si habían más fotos o papeles escondidos. Nada. Estaba su vestido color tabaco, al que le decía el vestido de Oscar Arias porque se lo había puesto para una visita que él le hizo. Sus otros vestidos más sencillos, cortes de tela, cosas.

Pensé en la silla blanca de mimbre que ella siempre me dijo que se la había regalado mi papá. Muy grande para irla cargando.

Bajé corriendo las gradas a buscar el retrato de mi papá, que siempre estuvo en la sala. No estaba. Ahí sí reclamé, preguntando quién lo tenía. Otro de mis tíos decía que lo había cogido él. Es mi papá- le dije. Era mi hermano- me dijo. No me dio nada.

Antes de irme, de la cólera, del dolor, le di una patada a la pared y quedó la marca. Ahí quedaron los demás, como zopilotes, buscando cosas. Yo me iba llevándome sus recuerdos.