Traté, pero no pude. Traté poner primero “Estimado”, pero no. No va. Iba a poner “Hola”, pero eso es lo que se le dice a alguien que uno quiere saludar y a usted, cuando lo saludo,l es por obligación y no por gusto. La obligación que me impone la cortesía y años de estar oyendo que uno saluda, siempre. Algo que usted probablemente nunca escuchó porque han pasado todos estos años y usted sigue como entonces, sin saludar a nadie, o peor, haciéndose el que no sabe quién lo está saludando. O aun peor, con esa sonrisa de asco tan típica de entonces.
No entiendo para qué me manda una solicitud de “amistad”. Será que en tantos años no se ha dado cuenta que yo ni quiero ni me importa saber de su vida. Que estoy segura que no hay nada que usted pueda aportarme. Que no quiero tener nada que ver con usted. Que ahora que puedo escoger, escojo mantenerme muy largo suyo y de todo lo que se relaciona con usted.
Tal vez me la manda porque usted ya no se acuerda. Debe ser eso. Usted no se acuerda y es por eso que se hace la que no me conoce, la que no me recuerda o me hace la carita de asco que le hace uno a un desconocido que se quiere hacer el simpático.
Usted dirá que eso fue hace muchos años. Que los muchachos son crueles. Que era molestando. Que no era para tanto. Que la traumada soy yo que sigo pensando en eso.
Yo sí me acuerdo.
Me acuerdo por ejemplo de la vez que me dijo de aquel compañero que se me iba a declarar en el recreo. Me emocioné como una tonta, porque creía- sí, como una tonta- que nadie se había dado cuenta de lo mucho que me gustaba. Lo perseguí en todos los recreos tratando de quedarle cerca, de invitarlo a que se animara. Hasta que le me agarró de los hombros y me dijo que cualquier cosa que usted me hubiera dicho era mentira. Que a alguien como él jamás jamás le gustaría alguien como yo. Atrás de él usted y su mejor amiga se reían y después le contaron a todos los demás. Entonces eran todos los que se reían ¿Se acuerda?
Yo sí me acuerdo. Ese día cerré una puerta con llave y juré que nunca, nadie más, nada. No tenía las palabras entonces pero las tengo ahora: no iba a permitir que usted, su amiguita y otra como usted me patearan el corazón. Que jugaran mono con mis sentimientos.
Me acuerdo, por ejemplo, de cómo ustedes dos imponían los cánones de belleza. Cómo se tenía que vestir una, qué ponerse en el pelo, cuánto pesar. Solo ustedes dos podían ser bonitas. Y entonces, mi amiga, la gordita, me hacía prometerle esperarla a la salida de la psicina con un paño abierto para protegerla de sus burlas. Ustedes le robaron la ropa interior y se la tiraron al vestidor de hombres para que ella tuviera que ir en vestido de baño por eso. Ella no fue. Fui yo. Ustedes metieron la mano en un basurero para sacar una toalla sucia y gritar por todo el patio que a ella le había venido la regla. Como si ustedes no menstruaran. Otra vez fui yo quien recogió aquello. Mi amiga no dejaba de llorar en una esquina. ¿Se acuerda?
Yo sí me acuerdo. Ese día quise que la fuerza de la furia me hiciera invisible, que nunca más me pudieran ver en ninguna parte, que no me sintieran en el mismo espacio, que nos dejaran en paz.
Me acuerdo, por ejemplo, de sus burlas porque me gustaba el ritmo de la música típica y ustedes se daban cuenta en un acto cívico cualquiera. Entonces yo era una pola. Me acuerdo de su amiga, diciéndole a aquel muchacho herediano de ojos claros que se equivocaba cuando me pedía bailar con él. Me acuerdo de humillaciones diarias. Me acuerdo de bromas muy pesadas. Me acuerdo de sentirme aparte, excluida, sola, gris, oscura. Me acuerdo de pensar que así sería el resto de mi vida porque todo parecía indicar que así era el mundo. La tele, los libros, el colegio. Estaba viviendo un sueño, pero no, yo estaba padeciendo una pesadilla. Y me preguntaba cómo haría para vivir los 80 años de vida que me pronosticaba el promedio. Lo más sorprendente: Hay gente de esa época que sin embargo se acuerda de mí risueña. Sonriendo. La procesión iba por dentro.
Yo sí me acuerdo.
Me acuerdo, por ejemplo, de la última vez. Del fin de año de quinto año que me estrené como debutante en Guanacaste. De un amigo de mi prima, 12 años mayor que yo, que le contó a todos sus conocidos y a los míos, que yo era la esposa. Yo me reía porque tenía 16 años y me parecía tan inverosímil que alguien pudiera creerlo. De aquel muchacho judío, Félix, moreno y de ojos profundos, que bailó conmigo toda la noche en Condovac. Se suponía que era muy guapo. Era el primer judío de mi edad que yo conocía y yo ni siquiera sabía que él era deseado o popular. Para mí, era un amigo más de mi prima.
Y me acuerdo porque después alguien me preguntó porqué no había tenido hijos y quiso saber si podía tenerlos. Como se dio cuenta que me sorprendió la pregunta, me repitió un cuento muchas veces repetido: Para ese fin de año, en Guanacaste, yo me perdí la virginidad acostándome con los dos amigos de mi prima, el judío y el otro. Había quedado embarazada – por supuesto- y me casé con el único que me quiso, o sea el que era mayor que yo, aunque yo no tenía idea de quién era el papá de mi hijo. O sea, me casé por torta, como decíamos entonces, metiéndole una panza a un incauto. Para terminar de rematar el asunto, aborté y quedé tan dañada por dentro que nunca tendría un hijo.
Sí, eso decía usted, su amiga y todos sus conocidos. Cuando oí el chisme ni siquiera intenté defenderme. Sentí una confusión enorme y una tristeza más grande todavía ¿Qué veían en mí usted y los que eran como usted, ese Kraken, esa argolla, para que pensaran que yo era capaz de algo así?. Ustedes, que muchos me conocían desde el kínder. Los demás de hacía 5 años. Ustedes, que sabían que yo era demasiado tímida, demasiado chiquilla, demasiado inocente. Que recién hacía una Navidad había pedido una Barbie. Ustedes que sabían que yo ni siquiera entendía cómo cogía la gente. Y no era la única.
Quisieron creer que era promiscua. No. Que era una zorra. Que era capaz de meterme con un sátiro y con un judío, siendo yo católica. ¿Para qué explicarles que ese hombre de 28 años no me tocó un pelo? ¿Para qué decirles que era músico y me escribió una canción? ¿Para qué contarles que nunca más volví a verlo?¿Para qué decirles que Félix fue un caballero y me habló de su religión, de cómo le preguntaban si tenía cédula por ser judío, si ser judío era una nacionalidad?¿Para qué?
No sé qué veían usted y los que eran como usted en mí para creer que yo sería capaz de asesinar a una criatura. No se equivoquen. Creo firmemente en el derecho de cada mujer a elegir. Pero jamás mataría a un hijo de mis entrañas o al que hubiera escogido para darle mi cariño. Hubiera sido una hecatombe, sí, pero lo hubiera querido. Se habría quedado con Mimí y conmigo. En ese entonces y menos ahora, yo jamás habría matado a mi propio hijo.
No, no fui sola a una casita de madera por el cementerio a que me arrancaran a rasponazos a un hijo no deseado. No me destrozaron el cuerpo por dentro con un gancho de ropa. No hubo infección. No me abrí de piernas encima de una mesa de madera vieja, llorando. No tuve que conseguir prestada la plata. No tuve porque no me pasó nada de eso.
Pero según ustedes sí pasó y se deleitaban creyendo algo tan intrincado y tan fantasioso. Y los que yo creía más cercanos no me dijeron nada para no herirme. Quién saber si por dentro tenían sus dudas. Porque todos los que no éramos nadie sufríamos parejo, era cuestión de épocas. Pero si alguno tenía la oportunidad de convertirse en victimario, de que la argolla le abriera los brazos, se iba corriendo y todos sabíamos que levantaría el látigo de la intriga y de la chota sin pensarlo dos veces. No se lo resentiríamos. No era algo personal. Solo seguiría el orden natural de las cosas de aquel colegio privado.
Yo sí me acuerdo. Me acuerdo perfecto de la sensación de vergüenza y humillación que sentí cuando oí el cuento. Ese día juré que no se lo iba a contar a nadie y no lo hice. Me quedé callada 25 años, como si eso fuera cierto. Como si fuera mi esqueleto en el ropero.
Entonces esas cosas no tenían nombre. Era parte de lo que le pasaba a una en el colegio. No se pensaba en acusar a nadie. Los justificábamos, lo explicábamos diciendo “es de la argolla”, una patente de corso para ser cruel con cualquiera. Era parte del coming of age ochentero.
Hoy, que se habla mucho de bullying, yo me alegro. Aunque en mis clases de natación la gente se burle y cuando les exigen mucho le digan a la profe que eso es bullying. Aunque la presidenta pretenda usarlo como escudo ante las críticas. Me alegro porque está en la boca de la gente. Y muchas de las víctimas están empezando a hablar, a decir a mí me pasó, a decir es cierto, a decir es un infierno, a decir no quiero que mis hijos vivan eso. A empezar a sacarse eso de adentro.
Las víctimas están empezando a hablar. Cuentan cosas horribles, comparan colegios como comparar campos de tortura, por lo duro de las condiciones. Pero le hablan al viento. Muchos decimos a mí también me pasó. Pero parece que pasó solo. Ahora nadie fue. Ahora nadie hizo nada. Ahora nadie azuzó. Ahora nadie se burló. Ahora yo no fui, nunca fui yo, fue teté. Pégale. PEGALE. Ella fue.
Sí, usted era una chiquilla. Sí, usted tal vez no sabía lo que hacía. Pero sépalo: usted era un monstruo. Sí, la culpa es de la gente de su casa que nunca se dio cuenta que usted le daba rienda suelta a su crueldad abusando de los más débiles. Que nunca se dieron cuenta de su agresión, de su violencia. Que la veían como una chiquilla linda, popular, agradable y llena de amigos y nunca pensaron que había un lado oscuro a todo eso ¿Y sabe qué? Lo peor es que usted y muchos como usted siguen siendo y haciendo lo mismo. A los 16 les lucía lo rebeldes y lo insolentes y lo clasistas y lo malcriados y lo crueles. A los 40, es vomitivo.
Y no. No quiero ser su amiga. No voy a contestarle esa solicitud. No quiero saber nada suyo. Si saludo en la calle puede ser mi automático o que ya no me afecta. No me hable. No quiero hacer una regresión innecesaria. No quiero saber del colegio. No quiero ir a la fiesta de aniversario de nada. No quiero volver a verlos. Entonces yo tenía que verlos a diario, sufrirlos a diario y cinco años me bastaron. Hoy yo escojo a quien veo, a quien quiero, con quien trabajo.
Sí, sí. Ya sé: que estoy traumada, resentida, con suerte, dirán que sigo mintiendo como entonces, que siempre estuve loca y recordarán cuentos viejos para tener evidencia a su favor. Eso es asunto mío. Nada más sepa que ya no me desvela, pero por elección no voy a exponerme otra vez a eso. Nunca. Yo ya me pagué a ver, por esto y por otras cosas. Usted debería hacer lo mismo.
Yo no necesito que usted me pida perdón. En eso tiene razón: ya pasó mucho tiempo. Yo ya me perdoné a mí misma por creer que me merecía todo eso, que había algo intrincadamente malo conmigo.
Atentamente,
Su (ex) víctima.
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