Mi amigo Memo, exasperado, me dice:
“Vos, de gallina, serías un desastre. No habrías terminado de poner el huevo ni empezar a empollarlo cuando cada tres minutos te asomarías inquieta al nido para revisarlo, toc toc en la cascarita y la preguntadera: “¿qué, pollito? Listo para nacer? cómo cuánto falta? A qué horas pensás salir?”
Y si no te contesta te volvés a sentar a empollar dos minutos, para otra vez coger el huevo, le gritás “¿Qué, ya? Ah, ¿no? Soque, papá, póngale, póngale!” y socollonearlo a ver si con eso hacés que las cosas pasen más rápido. Irías a revisar los relojes y las temperaturas a ver si todo está funcionando y le rogás, con voz de chineada, al son del manipuleo: “No zeáz azí, no vez que tengo muchitaz ganaz de verte?, porfiz, porfiz”.
Lo llevarías a un ultrasonido a ver si es que tiene algo malo. Investigarías fórmulas avanzadas de empollamiento precoz. Consultarías con otras gallinas. Es más, hasta serías capaz de echarlo en agua hirviendo para que se caliente más rápido.
Y decime una cosa: a vos te interesa un huevo duro o un pollo que se te convierta en gallo?”
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