Era el cierre de un congreso de vivienda popular. Y yo, aun estudiante, trabajaba en una de las entidades autorizadas, que había tirado la casa por la ventana financiando el congreso. Fue aburridísimo y no hubiera ido si me jefe no me hubiera obligado. Charlas sobre complejos sistemas de préstamos blandos para vivienda de varios países de Latinoamérica confirmaban cómo es de verdad un talento hablar en público sin dormir a las víctimas. Solo me llamó la atención el acento del colombiano y de inmediato me puse a practicar en la cabeza, como imitarlo.
Y si todos los días llegaba tarde a las charlas y me iba temprano, el día del fiestón final, siendo yo parte de los anfitriones, estaba de primera en el salón, estorbando en la logística, haciendo mandados, recogiendo bolas y rezando por dentro para que alguien me sacara a bailar, confiando en que estos latinoamericanos no tendrían los prejuicios tan marcados ni traumas de enanos y no les estorbaría lo jirafesco de esta prójima.
Mimí me habría preguntado que si era con Orquesta. Lo era, solo que para la época ya les decían grupos. Nada más y nada menos que Marfil.
Después de una comilona desabrida, tibia y poco memorable, después de hacer una fila larguísima, donde los ticos, como buenos muertos de hambre, estábamos de primero, comenzó la música. Al principio, nadie se atrevía a salir a bailar. Pero a todos nos traicionaban los genes y nos movíamos al ritmo en la silla.
Los dominicanos se levantaron. Los demás los íbamos a seguir hasta que los vimos bailar. Era impresionante la forma en que se movían, casi sin moverse, pero llenos de sabor. Legítimos balines en la cintura, en la cadera, en cada movimiento que hacían. A la par de ellos, los ticos evidenciaríamos nuestra condición de europeos del continente con nuestra tiesura y alergia a lo caribeño.
Pero quedarse sentado no es una opción cuando la música te pica por dentro. Poco a poco la gente se fue integrando, aunque con estilos menos exuberantes y sabrosos que los de los dominicanos.
Hasta a mí sacaron a bailar. Era un señor cerca de los 45 años (yo tenía 19), de pelo canoso y bigote. Guapo y elegante en su traje entero. Venezolano. Venezolanísimo. Había dado una de esas charlas donde yo apliqué la técnica de desconectarme por dentro y fingir que pongo atención con la mirada fija y vidriosa.
Yo me preparé para la demostración de mis tres pasos de baile aplicables a música tropical, que aprendí hasta que había entrado a la U. La coordinación nunca ha sido lo mío, así que necesitaba concentración previa. Lo disimulaba un poco porque desde ese entonces, tenía esta cadera de mulómetro, pero necesitaba bailar separado para poder llevar cuentas.
Nos colocamos en posición, como si fuera un waltz de quinceañera, a una distancia respetable, entre las demás parejas. Bastó que Marfil empezara la canción para que mi pareja de baile apretara en la cintura hasta que una Sole tomada fuera de base y muy muy sorprendida, quedó nariz con nariz con él y le pude ver el brillo de sus ojos azules, profundamente azules (el infierno azul de sus ojos). Además, esa manita derecha que a una le sostienen pudorosamente en el aire, cual princesa de los cuentos, me la trenzó entre los dedos y bajó los brazos de los dos, sin soltarme. Las manos quedaron a la altura de mi rodilla. Se fue de arriba abajo en un solo movimiento, ágil y firme.
Aquello era demasiada intimidad para mí, que hasta la fecha sigo evitando saludar gente, no me gusta que me toquen, no soy tocona, los abrazos se me dificultan salvo en momentos rudos y tampoco me despido para no repartir besos. El lo notó, o porque me puse pálida o porque abrí los ojos como platos o porque traté de recuperar mi espacio personal, obvio, infructuosamente.
“Así se baila en Venezuela– me dijo- te voy a enseñar un nuevo estilo”
Y cachete con cachete, la única posición cómoda en esas condiciones, empezamos a movernos por toda la pista. A moverse él, en realidad, que eran el que obviamente me llevaba. Me hizo girar y girar. Me tiraba y me jalaba de nuevo. Cruzaba los brazos y yo terminaba a medio lado. No sean malpensados. No hubo arrimis de nada, ni entrepiernamientos abusados o del susto, yo no me di cuenta.
Bailamos el resto de la noche y entre canción y canción solo me daba suficiente espacio para verme a la cara y sonreír contento, antes de seguir bailando, rápido o lento, merengue, salsa, balada o pasodoble, con el mismo toque. Sé que me habló de Caracas, de su vida y de otras cosas que no recuerdo. Al oído, me habló. De otra forma no hubiera podido oírlo.
Yo me sentía puro ritmo y calor del trópico y ahí, cuando podía pensar de forma coherente como para armar más de una frase, me decía a mí misma lo sorprendida que estaba por esa serie de eventos, de ese hombre con ese acento y esa forma de bailar que me ayudó a descubrir que yo, sin que nadie me enseñara, sabía bailar pegado y no me tropezaba, no lo majaba, no me costaba.
.Ahora, con tanta noticia desde Venezuela, me pregunto dónde estará, qué se habrá hecho, si habrá vivido un doloroso exilio. Si seguirá bailando, si me agarró de güicha con la experiencia cultural bailable. Si le brillarán los ojos, profundamente azules (el infierno azul de sus ojos) cuando se acuerda, si es que se acuerda, de mí.
Se llamaba Jacobo Rubinstein Geldman. Venezonalísimo.
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