A mí me fletaron al Kinder como a los 4 años. Tal vez demasiado temprano, pero Alejandro ya había muerto y Ella había tenido que asumir dos turnos más para ver por las dos. Ella no me quería 24 horas en las manos de Mimí. Y una tía, que daba clases de mecanografía en un colegio privado, me consiguió cupo. Y hasta allá fui a dar yo con mi gabachita amarillo pollito, peinadito de paje y los ojitos asustados.
Era una güila insoportable, necia y sapa. Como ya sabía leer un poquito, me aburría terriblemente con los palitos y las bolitas. Me pedía repetir “uno dos tres” y yo contaba corrido hasta veinticinco. Contestaba cuando le preguntaban a los demás y cuando ya me aburría mucho, fingía terribles dolores de pancita en medio de un terrible drama donde clamaba a lágrima viva por mi papá. Entonces llamaban a mi abuelo Lalo, que hacía el viaje largo en bus hasta Moravia para ir por mí. Yo me curaba apenas cruzaba el portón del colegio y pasaba el resto del día haciendo mandados con mi abuelito, que era, obviamente, un gran alcahueta y nunca me echó al agua.
Pero fallaba en las cosas más básicas. Cuando nos sentaban a todos juntos en el piso del gimnasio “como indios”, una teacher se paraba al frente y nos pedía levantar la mano derecha. Yo me fijaba en mis compañeros, en la maestra, lo pensaba e invariablemente levantaba todas las veces, todos los días, la mano equivocada. Cada vez que daban la orden.
Era tan exasperante y tan evidente que fallaba en algo tan simple, que me sacaban del grupo y me paraban al frente de la chiquillada. Y otra vez: “Sole, la derecha” y mi Sole de 4 añitos, se volvía a equivocar, aun más confundida por el cambio de perspectiva, ante la carcajada generalizada y el choteo de rigor.
Me amarraron una cuerdita roja en la derecha. Luego no me acordaba si era en la derecha o en la izquierda. Y si me ponían 2, de colores distintos, en cada manita, peor todavía. Ni siquiera lo intentaba.
Intenté recordar que la mano derecha suena. Bueno, las de los demás. La mía no.
Que con la mano derecha se escribe. Yo hacía el intento de escribir en el aire solo para acordarme que Davinci era ambidiextro y que uno podía aprender a escribir con la izquierda y me iba a intentarlo hasta que me dolía el cerebro. No servía como método.
Me mandaban a hacer mandados a San José y me decían que el norte quedaba a la derecha. Bueno, eso depende de cómo se pare uno, y viendo para qué lado. Obvio, me perdí. Y pasé por muy tarada peguntándole a muchos peatones que para dónde era la derecha. Pero por esa época aprendí que prácticamente todas las iglesias católicas del mundo abren hacia el oeste y se me desarrolló una brújula interna impresionante que impide que se pierda en casi ningún lado y que me ubique muy bien en un mapa. O sea, sobrecompensé.
Mi abuela materna, Nenita, que del infierno goce, insistía en que yo aprendiera a bordar y a tejer, habilidades que ella había adquirido como niña bien de Cartago de principios del siglo 20. Yo la veía y me parecía fácil, pero no podía repetir los movimientos y mucho menos las puntadas. Hoy, viendo un programa de esos de hogar donde enseñaban una puntada facilísima para una bufanda, me vi ante el mismo fenómeno. A Nena nunca le dije que me costaba. Murió pensando que lo mío era hostilidad, sangre nica en las venas y que no me daba la gana. No estaba tan equivocada.
Las clases de aeróbicos eran una tragedia. No podía seguir a la profesora aunque se pusiera de espaldas a mí. Peor si estaba de frente y lo que veía atrás era su reflejo en el espejo. Para aprender a bailar tuve que incursionar en lo que hoy se llama memoria muscular. Por instrucciones, con alguien frente a mí, haciéndome espejo, imposible. Para bailar bolero a la antigua o merengue pegao, levanto la mano que es por puro instinto.
Usé un anillo en la mano izquierda muchos años, porque anillo tiene una i e izquierda empieza con i. Pero a veces se me olvidaba y no sabía si lo estaba usando para acordarme que la mano sin anillo era la izquierda o si era al revés. Lo del anillo fue después de usar una R, pero tanto derecha como izquierda tienen una r. O sea…
El hombre que me enseñó a manejar debería ser canonizado. Me enseñó el concepto de “la otra izquierda” y además nos salvó la vida a ambos todas las veces que me metí contravía cuando me decía para dónde doblar. Muchas veces pagué por vueltones adicionales en taxis por equivocarme al decir derecha cuando decía izquierda, empecé a decir “doble al lado suyo/del copiloto”. Seguí metiéndome contra vía varios meses, hasta que memoricé las vías con mi sistema de navegación interno. Cuando las cambian, yo sufro. Cuando manejo, tengo que advertir que si me van a dirigir, me toquen el brazo del lado para donde tengo que doblar. Aun así, soy muy acaballada al volante. Parquearme es un albur. Yo acepto los choques como parte de mi record anual de transitar las calles. No puedo manejar un automático porque me cambia los movimientos que ya tengo memorizados. Alego haber aprendido ya vieja.
Me cuesta mucho calcular tamaños. Veo las cosas muy grandes o muy pequeñas y no tengo la menor idea de cuánto mide o cuántas cosas caben en un espacio cerrado. No tengo eso de medir al cálculo.
Intenté aprender con el concepto del ejército gringo de military left. O sea, a pichazos. Tampoco.
En otros idiomas es peor. En alemán, tengo que traducir al inglés y de ahí al español, pensarlo y luego decir links (izquierda) para equivocarme otra vez porque a la vez que decía eso, movía entusiasmada la mano derecha.
Hice el examen del servicio civil. Es de los pocos exámenes en que han hecho sembrada, porque muchas de las preguntas dependían de reconocer figuras en espejo. Las clases con gráficos, como introducción a la economía, o funciones en matemática, me confundían hasta que encontré formas alternas en palabras de entender lo que querían decir.
Me veo en el espejo y detecto una cana intrusa. Me apresto a agarrarla del pescuezo y termino con la mano del lado equivocado. Me veo en el monitor de una cámara de tele y cuando me voy a acomodar el cuello, sí, exacto: pongo la mano donde no es y salgo igual de desacomodada. Me veo en el espejo y al tratar de tocar en el cuerpo lo que veo en el reflejo, me confundo. A veces hasta me da migraña, porque es como una realidad virtual o paralela que le gusta hacerme bromas pesadas.
Hoy sé que esa pequeña dificultad que siempre me avergonzó profundamente, es una forma de dislexia que afecta la lateralidad y la padece mucha gente, que hasta se alegra cuando sabe que somos comadres de disfunción cerebral. Por dicha no me enteré mientras estaba creciendo. Nunca lo sentí como un problema de aprendizaje, tal vez porque se manifestaba en áreas que no eran importantes para mí. Y además, aprendí a sobrecompensar en aspectos que no necesitaban la lateralidad. Hoy me pregunto si mi gusto por las letras será nato o será producto del desvío forzoso al que me llevó esa condición. Igual me gusta. Igual me siento cómoda. Igual hoy no necesito saber cuál es mi izquierda y cuál es mi derecha o por lo menos sé que tengo problemitas con eso y que hay que aplicar un poco más de atención.
De cierta forma, es como no comer maní o mariscos si uno sabe que es alérgico. No tomar guaro si hay antecedentes de borrachos en la casa. Cuidar la salud mental cuando se ha lidiado con neuróticos. En mi caso, revisar el corazón cada año cuando todos se han ido muriendo de infartos. Aprender a disimular. Evitar temas o actividades que me puedan poner en evidencia.
Hoy lo digo en voz alta Me cuesta distinguir la izquierda de la derecha. Dicen que es una dislexia. Y no me da pena. De hecho creo que es más frecuente encontrar gemelos disléxicos que mujeres que midan 1 80, como yo. Tal vez me escuche un chiquitín con problemitas parecidos y sepa que no es el fin del mundo. Que no está decepcionando a nadie. Que eso no compromete su capacidad. Que no es tonto.
Se me olvidaba contar cómo encontré una solución infalible al tema, para cuando realmente es relevante hacer esa distinción básica que se enseña en prepa. Uno cierra los ojos y se pone la mano en el pecho. El corazón siempre, siempre late a la izquierda.
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