La carrera de Derecho no se presta mucho para giras de fin de semana. Se presta más bien para quemarse las pestañas leyendo cerros de fotocopias, subrayando antologías y aprendiéndose de memoria los clones que se hacían en la facultad. Sin copias, no habría abogados en este país. Cosa que no sé si es buena o es mala o es las dos cosas a la vez.
La única excepción es el paseo de primer año. Sí, el “paseo”. Somos una carrera de una ciencia social o, lo que es lo mismo, inexacta, así que nuestras giras no se prestan para tomar apuntes, hacer cálculos o presentar reportes. Por eso el paseo es además obligatorio, para que nadie se esquinee.
Así que un sábado del segundo semestre, nos encaraman a todos en tantos buses como sea necesario, para dirigirnos al este del Valle Central y recorrer Cartago. Sí, Cartago. Cartago sum delenda. Sum delenda Cartago. Pero si desaparece, en derecho nos quedamos sin opción de gira.
Entonces de camino contamos chistes, nos bajan en cada iglesia, hacemos picnic en Charrara y en cada parada, el aumento de consumo de guaro va en peligroso aumento, y para cuando llegamos a la última parada, en la Basílica, éramos un grupo de borrachos ruidosos que interrumpían la misa cuando bajábamos a la gruta. El año de mi paseo, ni siquiera nos dejaron entrar a la Iglesia, porque uno de los profesores nos explicaba a gritos cómo el 2 de agosto se celebraba en los tiempos de la colonia con catarsis colectivas, o sea, con orgías.
No sé porqué nos llevan a Cartago y nunca a una cárcel. Todos los futuros abogados deberían ir al menos una vez a San Sebastián o a la Reforma, por conciencia social y profesional. Es peligroso, es oscuro y es espantoso. Pero uno necesita entender que cuando defiende, ataca o juzga, más allá que un brete, está mandando a una persona al infierno. Que la cárcel no se parece a lo que uno ve en The Shawshank Redemption y que los presos no son Tim Robbins ni Morgan Freeman.
También nos encargan ir a juicios orales, pero la caótica agenda judicial suele cancelarlos, cuando no son somníferamente aburridos. Recuerdo además una visita a la morgue, a ver cómo hacían autopsias, donde la mitad se desmayó y la otra mitad se vomitó. A partir de ese año suspendieron las asistencias a esas carnicerías.
Pensándolo bien, no es tan mala idea ir a Cartago. Da para todos los gustos y todos coincidimos con las quejas.
La primera parada es en Ochomogo. Caminamos entre la montaña para ver la construcción de un acueducto, con el águila imperial que confirma la simpatía con el nazismo que tanto se rumora. Los profes de Historia del Derecho revelan chismes sobre León Cortés y el porqué de su mano a medio camino de un saludo nazi, que hoy vemos en las presas nuestras de todos los días, para aquellos que pasen por La Sabana.
En el año de mi paseo, mi profe era el mejor de todos. Jorge, un erudito en historia, de clases interesantísimas, chismes históricos y un enamorado del archivo nacional y del pasado. Cada clase hacía quiz oral de la anterior y era un honor que uno fuera siempre víctima de la preguntadera. En los exámenes, aparecíamos todos nosotros, en los ejemplos de los casos a resolver.
Después de inspeccionar el águila, cuando los asmáticos se habían metido el bombazo y los olvidadizos habían pedido una bomba prestada, Jorge explicaba a la emocionada audiencia, que estábamos parados justo en el lugar donde había ocurrido la guerra de 1823, cuando Cartago insistía en unirse al reino de Iturbide en México. Esa batalla duró menos de 45 minutos. Los cartagos llevaban a la virgen en andas y del susto, la dejaron tirada y salieron soplados de vuelta a sus casas, a espiar detrás de las cortinas y comerse viva a la gente. Es decir, a la normalidad. Ese, afirmaba Jorge, era el origen de la pasada de la virgen.
Pero más interesante todavía, estábamos en el sitio exacto donde en 1948, en media guerra civil, don Pepe se encontró con Manuel Mora y con un apretón de manos acordaron terminar ese baño de sangre. Jorge afirmó, muy seguro, que Figueres se mostró valiente como pocos hombres, presentándose solo y desarmado, confiando en la palabra del dirigente comunista, aliado con el gobierno calderonista, de quien podían esperarse las peores cosas.
Los liberacionistas históricos, admiradores de don Pepe, como yo, suspirábamos emocionados y nos imaginábamos aquella escena de un José Figueres joven, con su uniforme y su gorra, encontrándose con Manuel Mora para hablar como los hombres, para creer en su palabra y construir un país nuevo a punta de un apretón de manos. Una versión tan romántica como irreal, pero que lo llenaba a uno de verdiblanco orgullo patriótico.
Todos empezamos a aportar historias familiares, de abuelos o tíos mayores sobre el 48. Ella recuerda los balazos en San José y la orden de esconderse debajo de la cama. Mi tío abuelo materno peleó con los figueristas y cuando los calderonistas tomaron Tejar, él, con 16 años, estuvo a punto de morir fusilado pero mi bisabuelo compró su vida con un anillo de oro. Mi abuelo Lalo apoyaba a Calderón, pero tenía 5 hijos que alimentar y no quería arriesgar su vida Y Mimí, que vendía comida, y dependiendo de cómo andaba la cosa, se encaramaba o se quitaba una cobija del hombro (la cobija identificaba a los mariachis), con tal de no afecta el negocio.
Entre todo aquel alboroto, se oyó la voz de don Claudio:
– Jorge, me va a perdonar que lo corrija, sobre todo frente a los muchachos, pero don Pepe no vino solo.
Don Claudio era un señor mayor. Parece que derecho es una carrera muy atractiva para los programas de la tercera edad, porque el ala geriátrica es amplia y simpática y siempre tienen una posición de autoridad ante la chiquillada de la facultad. Jorge quedó interrumpido a medio cuento:
– Imposible, don Claudio. Usted se equivoca. Todos los registros históricos indican que don Pepe vino solo y como si fuera poco, desarmado.
– No. Don Pepe no vino solo.
Solo alguien como don Claudio podía atreverse a llevarle la contraria a un profesor. Era evidente que no conocía el concepto de tener entre ojos o le valía un pepino. Don Claudio, además de valiente, estudiaba por aprender y entretenerse; nosotros por graduarnos. Y además, se le estaba metiendo a Jorge, esa biblioteca con patas y anteojos, ese dios del conocimiento para los alumnos de primer ingreso.
Jorge podía haber seguido la costumbre de los profesores de derecho y destrozarlo ahí, frente a nosotros y dejar los restos al sol para los zopilotes mientras los demás seguíamos en el tour guiado. Pero tal vez la calma de don Claudio, la seguridad con la que habló o simplemente el respeto, lo llevó a preguntarle:
– ¿Dónde leyó eso, don Claudio?
Y la respuesta que caló mi sentido de la historia, el percatarme que las cosas no siempre son como las cuentan o las contaron, la duda de si todo lo que sé o me han dicho será cierto o una versión arreglada para el público:
– No lo leí en ninguna parte. Yo lo sé porque yo estuve ahí. Yo acompañé a don Pepe a venir a ver a Manual Mora.
La atención de todos giró de inmediato a don Claudio, que nos contó de cómo don Pepe llegó asustado, de cómo la montaña estaba llena de gente de ambos bandos, armados, dispuestos a disparar apenas vieran algo raro. De cómo los dos se habían comprometido a llegar solos, desarmados y de cómo los dos se mintieron, pero que a pesar de todo, lograron llegar a un acuerdo.
Si don Pepe cumplió o no con lo que prometió, eso es algo que tampoco está en los libros de historia. Hay algunas cosas que emergen por ahí de vez en cuando, como lo que pasó en el Codo del Diablo, las expropiaciones, las persecuciones, los exilios o los caldero comunistas encarcelados en la antigua Peni, explicó don Claudio.
La foto de ese día nos muestra invadidos de una sensación curiosa de ancestros, de historia, de eventos que cambiaron la vida de los que estuvieron antes; una sensación tan desconocida para ticos inmediatistas como éramos todos nosotros, que vivíamos del día a día y no queríamos saber del pasado. Nosotros, los adolescentes sin historia.
Atrás, en el fondo, Jorge, cruzado de brazos, viendo nuestra fascinación con las historias de don Claudio, sonreía satisfecho.
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