A mí, esto de la restricción me pone inquieta y cuando me pongo inquieta, se me meten las cabras y además me pongo desafiante y aventurera. O tal vez es el efecto inverso de la luna en este día de solsticio. O será la calor que nos azota, marco atmosférico ideal para el lanzamiento de nuestro nuevo slogan de cambio climático: “San José, ciudad puerto”.
Independientemente de los motivos, bajo un claro estadío borderline hoy opté por enfrentarme a la ciudad sin capearme tráficos y multas. Sí, al trole, pero con zapatos bajos y ruedos a altura decente.
Le pedí a Marcelo que me dejara cerca de la Plaza de las Garantías Sociales. Aprovechando las presas monumentales de la avenida 8 en la hora pico, me apié justo donde se realizan, desde, parece ya, tiempos inmemoriales, las obras para contar con nuestra versión criolla del China Town.
Usé la imaginación para ver esa cuadra repleta de colorines rojos, amarillos, música de “El Rey y yo”, maravillosas ropas de seda china que no me queda ni la talla XXL y el aroma de la versión local de la comida china: arroz cantonés y chop suey inundando la calle, amén de la variedad de productos a precio de quema, instrucciones en mandarín y sin permisos del Ministerio.
Todo para obviar la condición de esas cuadras, que actualmente parecen zona bombardeada y al paso que van con los bretes, van a quebrar a los negocios que están ahí. Pero a nosotros los peatones parecía no importarnos. Capéandonos huecos, pedazos de concreto y alcantarillas destapadas, la recorremos como si fueran los Campos Eliseos. Así de desesperados estamos por un poco de área sin humarascales, buses de Desampa o conductores atarantados. Eso sí, agarrada de la cartera como mono en ventolero y ojo al Cristo por si las moscas.
Terminados mis mandados y vueltas, me debatía entre tomar un taxi o – idea intrusa- abordar un bus. Poseída de este espíritu intrépido y de ahorro, aproveché la luz roja para subirme al bus que justo despegaba.
Ahí empezó el contacto con la realidad. No como un jaloncillo eléctrico. Más bien como a 220, para ser exactos.
Yo muy amable di los buenos días y pregunté si paraba en el Maspor de San Pedro. El chofer me gritaba “ENTRE! ENTRE!”, presumiblemente porque al quedarme yo de pie en la entrada, estaba marcando como el ingreso de un kinder completo, culpa de esos palitos negros con dispositivos contadores que tienen los buses a cada lado de la puerta, que no son para impulsarse para lograr subirse a las gradas.
Para cuando me cayó el cuatro, el bus se remecía como barco en alta mar para agarrar hacia el este y yo hacía equilibrio para recibir el vuelto. La viejita de la primera fila, viéndome que me quedaba pasmada, me estiró la mano para jalarme “Mamita agárrese, que se va a matar! No ve que la puerta sigue abierta?”
Yo no sé cuánto vale el bus. No sé en cuál me monté. No sé si me embarqué o si me dieron bien el vuelto. Solo sé que decía San Pedro y que confié en la palabra del pachuco desconocido: el chofer.
En total movimiento, me di el lujo de escoger campo al lado de la ventana. Me paré a la par de una muchacha que seguro creyó que yo era invisible, porque no se dio por notificada ni se movió un centímetro aunque le pedí un compermiso. Así que seguí por el pasillo, hasta encontrar otra muchacha que, muy amargadita, se levantó para dejarme pasar.
Me dejé caer feliz en el asiento solo para llevarme un mameyazo en las rodillas que ya ostentan morete y de paso golpear a la muchacha que me dio campo. Sorprendentemente, todo este 1 80 metros que me conforman, simplemente no cabo si no me pongo de medio lado. Además, mi compañera de asiento quedó como Horacio (media nalga en el espacio), porque los campos son estrechos de frente y hacia los lados. No contemplan la exhuberancia de las curvas latinoamericanas.
Copiando las costumbres de los nativos, de inmediato saqué el celular para llamar al cliente e informarle que todo estaba bien, que fuimos exitosos, compartiendo la noticia con todo el bus y sin siquiera disculparme por el escándalo. Mi Nokia se veía sencillito comparado con los chuzos de los demás congéneres. Noté que el chofer, al igual que yo, habla por el celular y sin manos libres. La diferencia es que mi imprudencia me compromete solo a mí, no a los 52 pasajeros que dice el bus que aguanta sentados sin contar los de la filita.
La mayoría de las mujeres optan por maquillarse con un pulso digno de un neurocirujano. No sé como no se sacan los ojos aplicándose el encrespador de pestañas, el rimmel o como la suicida que iba a la par mía sacándose las cejas guiada por el espejito de la billetera. Aprendí que el color de tinte de moda es un caoba rojizo idéntico en todas las cabezas, manual y coquetamente aplicado.
No vi Ipods, ni Ipads, ni laptops ni kinddles. Tal vez la cosa es distinta si el rótulo del bus hubiera dicho Guachipelín- Santa Ana, por Lindora.
A la altura de la presa del Museo, se escuchaban en coro los rezos de las viejillas “Viste que quedamos en la mera línea?” “Santísima Virgen, que no venga el tren!” “Protégenos con tu manto!” “Eso que suena es el pito?” y cosas por el estilo.
Yo, acalorada por el sol mañanero, hice el movimiento muscular propio de quien enciende el aire acondicionado, solo para darme cuenta que me faltaban por lo menos dos presas más para salir del sauna.
Es curioso, pero empecé a sentir algo como conocido y familiar que se me agravó cuando me hice lanzada en mi parada. Aproveché a pasar al Máspor por un chile dulce, considerando que Walmart tiene todo lo que me hace feliz, excepto, por supuesto, tildes en el nombre de su supermercado. Entrando no más, me perdí por completo en un ambiente de música salsa a toda chancleta, ollas de chicharrones aromatizando el ambiente, productos desconocidos y rotulitos etridentes. Pensé que era producto del hecho que hace mucho no venía porque, básicamente, Automercado es mi lugar.
Mientras caminaba hacia la casa y dos carros casi me atropellan, me di cuenta de qué cosa era esa extraña sensación que venía sintiendo desde que me subí como pirata abordando un galeón español a ese bus.
Yo toda la vida, desde los 8 años, anduve en bus para arriba y para abajo. Barrio México, Moravia, Guadalupe, Barrio Luján y Pavas eran rutas conocidas para mí. Toda la U fui en bus y adoraba ir leyendo. Como me decía Mimí cuando me ponía en varas “Vos qué? naciste con el culo pegado a un carro?”. Mi primer carcacha la compré a los 22 años. Parecía el carro del Gordo Malo y la Familia Torera.
“Hace mucho no me monto en un bus. No es tan malo”– pensé. Pero, momento! Yo tengo la sensación subjetiva que no había pasado tanto tiempo.
Claro que he seguido viajando en bus. Pero en el extranjero. En buses que se detienen por completo, con aire acondicionado, pantallas que indican la próxima parada, mapa en mano, vocecita dulce, y choferes-niñera que le avisan a uno que esa es su parada, en asientos donde me sobra espacio.
Claro que he seguido usando transporte público. Sobre todo el metro. En ciudades, por supuesto, que cuentan con esa ventaja.
Lo que yo sentía no era nostalgia. Era la sensación no reconocer algo que me tendría que haber sido reconocible. De sentir toda la experiencia como novedosa y entretenida.
De la otra Costa Rica de la que siempre he oído hablar, pero a la inversa. Mi burbuja. Mis privilegios. La sensación de ser turista en mi propio país. Y sentí mucha, pero mucha, vergüenza.
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