Después de mi operación del año pasado, mi hipocondría se ha rematado. Mayo es el mes donde empiezo con mi vía crucis de médicos, exámenes, revisiones y el más temido: el dentista.
Este año me tocó que la técnica de la mamografía me diera que tenía que tomar de nuevo un pecho, porque se veía una mancha oscura. Cuando me vio hiperventilando, descompuesta, bañada en sudor, grisverdosa; se le ocurrió aclarar que la mancha era producto del equipo y no un cáncer terminal, que fue lo primero- Obvio- que me pasó por la cabeza.
El dentista me da la noticia que tengo que someterme a mi tratamiento de nervio número no sé ya ni cuanto para mis dientes de pésima calidad genética. Con decirles que aunque usé frenillos de adolescente, cualquiera que me conoce en vivo puede notar que no sirvieron para ni mierda, y ahora, ya de vieja, me los tengo que poner de nuevo.
La cosa es que me mandan a un especialista porque esa muelita es muy extraña y cuesta encontrarle las raíces que normalmente son dos, pero que en esta pueden ser tres o cuatro.
Mi dentista me lo pinta como una experiencia maravillosa, donde no voy a ver ni a sentir nada, que me ponen anestesia con computadora, que no siento absolutamente nada, que solo son dos horas de incomodidad con la boca abierta y va jalando.
Me presento con el especialista como corresponde: “Le tengo terror a los dentistas. Mi resistencia al dolor es sumamente baja. Por favor anestésieme como si fuera yo un caballo. Todo me duele. Hasta las inyecciones más sencillas. Póngame la pastita que sabe a chicle, la que se usa para chiquillos de cinco años. Ah! Y vine sin lavarme los dientes porque no me dio tiempo y comí Taco Bell en el food court”. Además comparamos generaciones y resulta que él fue compañero de mis dos compañeros de colegio que optaron por hacerse dentistas
Me la pone. Se me duerme la lengua. De pronto siento que tengo la mano de él, de la asistente, el succionador y una lengua gorda y dormida dentro de la boca y que ya, ya me rancho. Toso sin poder controlar el reflejo, como si me estuviera vomitando. O sea, mi vida no sería lo mismo sin todo este drama.
Ante semejante espectáculo, el dentista me analiza pensativo y me pregunta “Usted ha tomado Tafil?”. Eh, bueno, seeh… la vez que me operaron la miopía me tomé una y me sentía flotando. No soy asidua pero alrededor mío pareciera que la Tafil se vende como confites. Tengo una amiga que usa el verbo tafilear con una soltura y prestancia que da miedo. Cuando estábamos en las diferentes campañas (la del Sí, la interna y la nacional) era práctica común tafilearse en las noches para poder dormir, pero no más de cinco por semana.
Pregunto: “Tafil no es un psicotrópico de los que se venden con receta verde?” con mirada conspicua y acusadora.
El dentista no se da ni cuenta. Me abre una gaveta de donde se salen las Tafil, las Valium, las cloromazepan o algo por el estilo. “Yo tengo. Estas son mías. Pacientes nerviosos como usted es mejor que se tomen una”.
Y me la tomo, convencida que no va a pasarme nada ni me va a hacer efecto. Me concentro en sentir en el cuerpo las primeras señales de la relajación drogada. Pero no. Estoy tan alerta, que como el pollito, no siento nada.
Aprovechándose que estoy en una situación indefensa, el dentista me dice “ Así que Fulano era compañero tuyo… Vos sabías que es un tortero, verdad? Borracho además. Dejó embarazada a la hija de uno de los profesores de la facultad y la dejó botada como a los cinco años. Ese mae nunca maduró. Sigue siendo un chiquito. Vive en La Fortuna de San Carlos, allá se fue a soterrar. Cuando era compañero tuyo también le daba por esa vara de salir vestido de mujer?”
Atrás suena el flamante Ipod con los éxitos que se bailaban en los bailes del colegio. El dentista canta a Sting y tiene un acento que apesta. Se lo diría si pudiera hablar. Mejor que no puedo. Las lucecitas de la lámpara empiezan a girar. Tienen un halo de los colores del arcoiris. Se me quieren cerrar los ojos, abandonarme. Hay una pre-sensación: si me duermo, será un sueño orgásmico, como el de la anestesia que se inyectaba Michel Jackson todas las noches. Pero no. Este cabrón me está metiendo un taladro en la boca. Alerta, Sole, Alerta!!
“Apunte Wendolyn: pulpitis total”– le dice a la asistente “Ah y Sutano? No lo has vuelto a ver? Bueno, ese mae tiene la oficina aquí cerca. Se casó con una amiga mía, es más, apenas se graduó. Ella no había terminado. Yo no entiendo porqué siguen casados, si ese mae nunca la quiso y se le nota. Tiene dos chiquitas pero dicen que la menor no es de él”
Lo que yo no entiendo es porqué si no los he visto en 20 años tengo que venir a enterarme aquí de todo lo que les ha pasado. Yo en el cole me sentaba delante de Fulano. Era un chiquillo guapo, de ojos profundamente azules. Debe ser el efecto de la Tafil, pero me da risa nerviosa que yo, una vieja de 39 años, vea guapo al recuerdo de un chiquillo de apenas 17. Sátira me siento. Pero era guapo, Fulanito. Muy guapo. Quisiera decirle que me lo salude, pero él no se debe ni acordar de mí. Yo era una chiquilla rara, callada, tímida.
“Listo, ya terminamos”
Terminamos y yo no sentí ni mierda. Hasta que trato de levantarme. Todo me da vueltas. Camino en zigzag. Trato de pensar y es como ver tele cuando ya terminó la programación: una lluvia gris y sin sentido. Tengo 4 nervios menos y un garrotazo en la tarjeta. Le digo al dentista que espero no verlo de nuevo nunca. Alguien tiene que ir por mí a traerse el carro y aunque trato de decirle algo, por lo menos gracias, no logro articular palabra por 45 minutos.
En la casa me refugio en el sillón, empiyamada y con cobijita. No me duele nada, pero me siento vacía, descorporizada y ni siquiera puedo elaborar al respecto. Veo y no veo tele. Leo, pero no entiendo las letras. Me quedo horas viendo un hilito de un sillón. Me pregunto porqué alguien por gusto querría meterse semejantes pastillas. Me levantó y pego contra las paredes. No recuerdo qué estaba haciendo hace 3 minutos.
Soy un abejón de mayo. Y el Dr. Diente, un chismoso que tiene buena mano.
Deja un comentario