Güilas era lo que tenía la gente de antes. Los campesinos de Cuentos de Angustias y Paisajes. La gente de campo. Juan Varela. Hasta en las Concherías de Aquielo Echeverría y en los cuentos de Magón salían los güilas. Mi héroe, Carlos Luis Fallas, fue también un güila. La palabra evocaba chiquillos en tono sepia, pantalón chingo y descalzos. Chiquillos de campo que arreaban vacas. Chiquillos un tanto simples en sus vidas, polonchos diríamos los más pesados. Las mamás tenían güilas. Una cantidad indeterminada de güilas, usualmente con 10 meses de diferencia entre uno y otro, era una marimba. Los güilas iban a la escuela, jugaban entre ellos.
Cuando un güila de esos era mal portado, mal hablado, andaba sucio, costroso o mal arreglado, o se jalaba una torta, entonces se le decía mocoso, como insulto.
Güila era un costumbrismo de libro que olía a costarriqueñismo con tradición de café recién chorreado y tamal navideño y gallo pinto para todos los días y cocina de leña y plátano maduro.
Para cuando yo estaba creciendo, nadie decía “Güila”. Pero tampoco decíamos “niños”. “Niño” decían los mejicanos y cuando uno lo decía, le estorbaba en la boca. Sonaba extraño. Cuando yo tenía 10 años y me preguntaban qué cosa era yo, la respuesta correcta era “Soy una chiquita”. Mis compañeros eran chiquitos. Las fiestas medían sus éxitos por la cantidad de chiquitos invitados y asistentes. Los vecinos eran chiquitos que vivían a la par de uno o por lo menos en el mismo barrio. Los papás infieles no dejaban a sus esposas y seguían juntos, comiendo mierda, “Por los chiquitos” y una medía en chiquitos la cantidad de hijos que quería tener de grande.
La palabra chiquito tenía sonido de cuaderno de escuela, pelo mojado recién peinado, bulto-salveque, zapatos negros embetunados la noche antes, colonia menen. Sonaba a cromos, a muñecas de vestir, a jackses y a elástico. A Paco y Lola: Mamá amasa la masa. Yo amo a mi mamá.-
Cuando a alguno de esos angelitos era poseído por Satanás y jalaba colas, levantan enaguas, se agarraba a trompadas con el que lo alzaba a ver, destrozaba jardines, quebraba ventanas, se robaba cosas y en resumen era la imagen perfecta de un delincuente en potencia, se le decía “Chiquillo” o peor aun: “Carajillo”. Y no los llevaban al psicólogo. Usualmente los fajeaban durísimo. Obvio- sobra decir- la mayoría quedaron más traumados que curados.
Hoy, “güila” hizo un come back sorprendente. Los muchachos que podrían ser mis hijos si yo me hubiera embarazado adolescente, usan güila para referirse a carne fresca, sea cuál sea su preferencia sexual. Usualmente es para referirse a mujeres de su edad,o un poco más jóvenes, por lo menos de colegio. Estas chiquitas (para mantenerme en mi franja etárea), suelen ser de colegios privados, se visten con ropa muy cara que no lo aparenta pero donde lo importante es que todos sepamos que es cara, son muy chineadas, exigen que se haga lo que ellas dicen y en general se pavonean con todas esas características sabiéndose muy deseadas. Algo que me llama la atención es que suelen vestirse como si estuvieran en la playa en pleno centro (A mí jamás me hubieran dejado salir así de la casa). Algunas hacen trastornos de divitis y se convierten en legítimas ponecas (la ponequería será objeto de otro análisis). Yo, desde mi madurez de casi cuarentona, las describiría como princesitas. O como chiquillas malcriadas.
Pero para las nuevas generaciones, son “güilas”: deseables, bonitas, estudiadas, con plata (no de ellas, de la familia, porque creo que para ser güila hay que ser mantenida y gastar la harina ajena). Me imagino que habrán sus excepciones, claro, pero hasta ahora no he conocido caso que haga mi teoría una simple hipótesis controvertida. Veamos ejemplos “Mae, y esa güila qué?” que equivale a algo así como preguntar si la sujeta en cuestión es agradable o buena persona. “Mae y la güila?”, equivalente en mis tiempos a cosas como “y la anaconda/freno e’mano/la cabrilla”. “Mae y ese chante qué? Buenas güilas?” siendo el chante tan variado como una cantidad o una universidad y las güilas, la variedad de ejemplares disponibles del sexo femenino.
Mientras la güila de antaño arrastraba la erre, a la de ahora se le atora en la garganta como una papa y suena agringado. Para ser una güila, me late que una debe estar por debajo de los 25 años y ser tonta es un plus. Una mujer de mi edad no puede ser una güila y si es calificada como tal, es un piropazo. La palabra güila adolece, eso sí de superlativos. Lo más que he oído es “LA güila!”, con énfasis en LA. Se pierde uno de las maravillosas condiciones que ofrece el español, por ejemplo güilón, güilómetro, entre otras posibilidades.
Lo peor: Ya las novias no son cabras. La palabra güila regresó hasta para designar a aquella mujer a la que se le dedican más de tres meses, con cogida e infección de venéreas asegurada por culpa de esta promiscuidad crónica que padecemos, donde somos algo, solo después de haberte visto la pipí en estado de alerta máxima y procediendo.
Yo quisiera saber quién fue el primero que volvió a decir “güila” y cómo, en 20 años, se revivió un término centenario. Cómo se propagan los nuevos dichos, las cosas nuevas, el idioma. ¿Habrá sido un chiquito de esos populares que todos copian que la leyó y le hizo gracia? ¿Se le habrá oído a algún abuelo?
Lo que sí tengo muy claro es que ninguna de la güilas de la modernidad querría pasar todos sus días en la montaña, en una calera o en una carbonera. Probablemente ninguna nació en el Llano de Alajuela ni creció por la Iglesia de La Merced. Primero muertas antes que, por ejemplo, mercar leña. Para todo eso, quedan los fantasmas de otras épocas inmortalizados en libros de lectura obligatoria.
Para la modernidad, la güilada.
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