Déjeme decirle que sus manos son espantosas. Yo me fijo, sabe? Me fijo porque la primera vez que me enamoré de un hombre yo tenía 16 años y empezaba la U y él tenía 17 y yo no podía dejar de verle aquellas manos de hombre-piano, de dedos largos, estilizados, de revés moreno, de pelitos por aquí y por allá, negros. De manos que bien podrían haber sido hermosas aunque no estuvieran pegadas a ese cuerpo. Aunque él, de 17, se comiera las uñas y se las lastimara cada fin de semana cuando se iba a que el viento lo elevara en la superficie de un lago y jalaba cuerdas hasta que le sangraban, sus manos que sonaban como una polonesa.
Tenía unas manos hipnóticas y yo se las veía y quería tocarlas con las mías que se parecían tanto, en lo largas, pero no en lo fuertes. Yo nunca me he comido las uñas, pero sí se me ensucian muy fácilmente. Si como meneitos cogen ese color naranja fosforescente que no se me quita ni aunque me lave las manos. Y es común verme en las mañana, revisándomelas porque siempre, en lugar de esa línea elegante del manicure francés, tengo la línea gris-negruzca de mugre. Mi tío Adolfo siempre me lo echaba en cara y me decía que ni él, que trabajaba en una finca, andaba nunca las uñas tan tierrosas como las mías. Mis uñas siempre están sucias. Lo que es mentira es que mi tío Adolfo haya trabajado nunca. Menos en algo honesto como una finca.
Yo me acostumbré a esconder mis manos detrás, debajo, a la espalda. Mis manos son de bajo perfil. Nunca se pintan, ni se manicuran, ni se encreman. La pintura me da calor en la punta de los dedos y se me descascara como la pintura de un carro con cáncer. Mis manos, además, están casi siempre muy frías. Sin anillos, sin relojes, sin pulseras. Con las uñas más o menos cortas. Siempre disparejas.
Sus manos, en cambio, desencantan y desentonan para un hombre de ese tamaño. Todos los hombres altos deberían tener manos como las de ese primer hombre que yo quise cuando yo tenía 16 años. Pero usted no. Sus manos son blancuzcas, sin sangre. No es porcelana. Es ese color blanco que se mezcla con el amarillo y el verde claro que si lo tuviera en la cara, precedería el vómito.
Sus dedos no son largos, ni parejos. Son, más bien, triángulos alargados, de base gruesa que se va afinando hasta llegar a la punta del dedo. Yo los veo con fascinación morbosa y me pregunto si a usted alguna mujer algún día le dijo que tenía manos muy lindas, porque si le dijo, lo estaba engañando.
En sus manos no se ve una sola vena, un solo hueso. Usted es un hombre con dedos curiosos y además de manos gordas y blancuzcas tirando a verdoso. Le reconozco, sí, que no se come las uñas ni se le ensucian y se las recorta, pero es que en alguien como usted, es lo mínimo. No pensaría uno que alguien así se dejara crecer indiscriminadamente la del meñique, por ejemplo.
Lo peor es que viéndole a usted sus manos, se imagina uno que usted es un hombre profundamente egoísta. O tal vez estoy prejuiciada porque lo conozco. Sus manos se ven sin estrenar, con ese aire a viejo que adquieren las cosas cuando no se usan en años. Nadie, viéndole las manos, los calificaría a usted como un hombre de trabajo. Más bien como uno que nunca se las ensucia, ni las pone a l fuego por nadie, ni ofrece cortárselas si está equivocado.
Y eso se siente, sabe? cuándo se la da a uno al saludarlo. Cuando trata de ser afable y la deja caer, pesada, en mi espalda y yo le digo que no haga eso porque sé que viene una noticia de esas que tengo que soportar estoica. Cuando uno ve que usted se la da a su esposa, esa mano ajena y medio muerta, que presumo nunca sembró ni medio frijol en el patio, ni acarició a un perrito, ni quiso saber si algo quemaba, ni se apuntó un número con lapicero, ni usó un tatú, un anillo de esos que le decían a uno que estaba pensando, o de los galácticos, que nunca tuvo una sonrisa en una yema, ni se la cortó sin querer con papeles filosos.
De unas manos así no se puede enamorar nadie. Tolerarlas, sí. Y fijar entonces la atención en otra cosa.
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