Ayer mi Gastgeberin (la persona que me aloja), me invitó a ir con ella a una actividad que se ha realizado todos los lunes del verano. Nos montamos en el metro y en el tren y llegamos al Museuminsel, en el Berlin Mitte. Ahí, a la orilla del río Spree y con el escenario del Boden Museum con su iluminación nocturna y el decorado que le da la reflexión del agua del río, había, literalmente, una pista de baile. La noche además se prestaba. Estaba insualmente caliente- 30 grados.
Para el verano, la ciudad manda a traer toneladas de arena blanca de algún lado y monta Strand Bars, o bares de playa, al aire libre, con sillitas, sombillas, pista de baile, DJ y un barsucho hecho con tablas, al menor estilo de Playas del Coco o de Jacó antes de que nos cayeran encima los inversionistas extranjeros y perdiéramos nuestra identidad de verano.
Verlos bailar fue toda una experiencia. Aquí, las clases de baile son un boom total. La gente se mete a cursos y academias con tal de meterle un poco de sabor a su vida. Se comportan igual que los asiduos al Tobogán y tienen sus zapatos de baile, que los llevan en una bolsita aparte (parecen zapatos de tango), sus compañeros fijos de baile, los lugares a dónde ir, etc. No van en grupos, simplemente se encuentran en el lugar.
Me pareció fascinante verlos, porque todo lo bailan con pasos establecidos, con la precisión mecánica de un procedimiento aprendido, pero encantados de poder moverse, con esa libertad e ingenuidad que da que a uno nada le de pena. A todo lo que no tiene un ritmo establecido, le dicen standard. Entonces, por ejemplo, Smooth operator lo bailan como una salsa, muy despacio. Las canciones románticas, como un waltz. En realidad, cualquier cosa que se preste, se baila como un waltz, a veces más rápido, a veces más lento. Debe ser su propio legado cultural, porque con el undostrés del waltz, giran por toda la pista como lo deben haber hecho sus antepasados por años y años.
Fue curioso verlos bailar Stand by me, reggae y hasta un tango con un claro sonido de los años 30s, pero cantado en alemán. Bailan cosas que nosotros normalmente solo escucharíamos sin pensar jamás en bailarlas. Habían parejas heterosexuales y homosexuales. Será una tontería, pero me conmovió mucho pensar en las parejas del mismo sexo, que podían bailar juntas, felices, sin que nadie se metiera con ellos.
Nada lo bailan suelto, porque la idea es mostrar que du kannst! (o sea que se puede bailar). Además, al no bailar apretao, no hay riesgo de arrimis de verduras. Como en todo, hay gente que baila divino (“Se ve que han estado en un curso o más” me decía Cornelia) otros que son pésimos (“Los que vamos a clases no nos gusta bailar con gente que no sabe”), otros que están como para concurso de Canal 7 (“Esos son muy exagerados. Deben llevar años en cursos”). Todos con mucho empeño y disciplina, pero pocos con espontaneidad o sabor, pero aun así disfrutándolo mucho. Por ejemplo, salen a pista, se toman de las manos, se colocan en posición y uno los ve donde están contando “eins, zwei drei vier” antes de empezar a moverse.
La mayoría de las mujeres, con vestidos que marquen los pasos al moverse, de enaguas voladas. Los hombres, algunos en shorts (con medias oscuras, según se acostumbra aquí), otros más elegantiosos. Había uno, por ejemplo, que sacaba a bailar hombre y mujeres por igual, de negro estricto, pelón completo, dos argolas en el lóbulo de cada oreja, barba de candado y de adorno en el pescuezo, un botón gigante amarillo. Ese bailaba simplemente hermoso.
Cuando sonó Maelo Ruiz, la que entró a pista fui yo. El ritmo no es de mis cualidades. Y nunca he llevado clases, salvo cuando en la U mi amigo Vallo, siempre tan paciente con esta tiesura, insistió en enseñarme lo básico de la música popular. Bailé con Cornelia porque ella quería ver cómo bailábamos en Costa Rica. Es decir, bailé a lo chancho chingo, disfrutándolo, sin pasos establecidos para mostrarle el nivel de los menos hábiles y que se pudiera imaginar lo que es bailar con alguien que sí sepa (que no soy yo, obvio). Y, por supuesto, la gente me veía con sorpresa. Guardando las distancias y las carnes, seguro parecía Tongolele o pero aun: ahí viene, ahí viene, Iris Chacón!
Cornelia bailó mucho con su compañero usual de baile, Dieter. Un señor un poco mayor, altísimo y super elegante al bailar, que en su mochila lleva camisas idénticas a las que tiene puesta para cambiarse cada vez que se le sudan y se le mojan; porque no parar de bailar. Es el más solicitado. Uno baila con sus conocidos y aunque no hay problema en pedirle a un amigo que bailen, me explicaban que es más agradable cuando a uno le piden bailar, como se hacía antes.
Yo estaba en la orilla de la pista fascinada viendo a la gente, cuando sentí la presencia de un gigante al lado. Literalmente gigante, porque yo, con mis 1,80, le llegaba como al pecho. Vi que me veía pero no le di pelota. En realidad aquí la gente me ve mucho. Supongo que uno es usual una mujer morena tan alta. Se me acercó un poco y como en las películas, me dice “ejem!” y hace que tose. Yo vuelvo a ver muerta de la risa por el toque y me pregunta que si quiero bailar. Le digo que no, que mil gracias, pero que no sé bailar como bailan ellos. Lo entiende y se va por ahí.
Nos devolvimos a pie, caminando por lugares tan oscursos que en Costa Rica serían garantía de un asalto o algo peor. Cornelia me insiste en que se puede ir a cualquier lado, a cualquier hora, sin riesgo de nada. Yo aun no le termino de creer o por lo menos, no me acostumbro.
Anoche sonreí tanto que todavía me duelen los músculos de los lados de la boca. Y me sentí feliz y a gusto en esta ciudad.
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