En los periódicos últimamente se habla mucho de los niños agredidos, de la capacidad de sobreponernos a la agresión, de cómo el ser humano puede- y debe, agregaría yo- sanarse de tantas cosas que le ha tocado vivir por una u otra razón. A raíz de mi propia experiencia personal, yo quisiera proponer que se convierta en un delito eso de crear vacíos emocionales en las personas. Sobre todo cuando uno está chiquitillo e impresionable y no se da cuenta del efecto que ese vació tendrá cuando ya uno esté grande.
Cuando uno tiene un vacío emocional, es como cuando uno tiene hambre de varios días. Se va con cualquiera que le ofrezca un pedazo de pan, aunque esté añejo y mohoso. Quiere creer las palabras bonitas. “Quiero darte un beso” o “Sos interesante, encantadora y misteriosa” . Le vendés lo más preciado a cualquier malparido que te dice palabras baratas. Se siente muy querido con que le den un poquito de pelota. Siente renacer el amor más puro con cualquier muestrilla de cariño, con cualquier mentira piadosa o malintencionada. Uno quiere creer que es cierto. Que esa persona te quiso o que te sigue queriendo. Que los mecanismos de los cuentos de hadas, del amor eterno, de los amores imposibles de las novelas de corazón existen. Que alguien algún día reivindicará todos los desprecios de antes y que tengo derecho a vivir clichés, a que alguien me diga que me quiere, que me necesita, que soy encantadora, que quiere verme (a mí… me quiere ver a mí…). O sea, uno es un arrastradote que quiere creer que las falsas expectativas se hacen realidades, como en los sueños. Y aunque uno se de cuenta que el pan está malo, que era pura hablada, que nada era cierto; igual se come el pan con todo y la gusanera. Y se convierte uno en la legítima incondicional, en una pega útil que además se deja utilizar.
Entonces caés en la segunda parte de la trampa. Esas relaciones ambiguas en las que yo doy todo y el otro nada. Donde no somos nada o lo que somos lo imagino solo yo en todos los análisis desgastantes que hace mi pensadera. En que yo juro que esto es intenso, fuerte, real, incuestionable y para el otro soy una mera conveniencia, algo útil. Y uno se lo sospecha, sabés? Pero se aguanta, como los machos, porque una regla esencial que aprendemos los abogados es que uno no pregunta algo de lo que no quiere escuchar una respuesta. Porque si pregunto: porqué no me invitás a la boda de tu hija si somos amigos? Me pueden contestar que somos apenas conocidos. Si pregunto porqué no me hablaste por 5 años? Me pueden decir que porque se me olvidó, porque no me da la gana. Si pregunto cualquier cosa, me pueden herir, de nuevo, profundamente, ahondándome el vacío, ese agujero negro. Y no quiero ponerte a prueba, ni contra la pared, porque entonces, porque puede ser que salga yo, otra vez, con una herida profunda.
Decía Benedetti, mi viejito querido, que los perdedores tenemos una dignidad a la que no tienen derecho los vencedores. Pero eso duele, sobre todo cuando siempre es uno el que sale por dentro, cuando hay que medir cualquier relación, de cualquier tipo, en términos de pérdidas o ganancias.
Según mis observaciones, durante estas dinámicas se siente uno como el perrito callejero chiquitillo que rodeaba a brinquitos al bulldog del barrio mientras preguntaba “puedo ser tu amigo, Chuck?puedo? puedo ser tu amigo?” y creía que el silencio era complacencia, en lugar de la mal manejada tolerancia de un hijueputa que no considera los sentimientos ajenos. En estas dinámicas se siente uno adolescente o niño, dependiendo de cuándo se hayan agravado las circunstancias que generaron el vacío.
Todo esto lo digo porque ando pensando en eso, entre otras cosas. Porque me acuerdo que ya no tengo ni 8 ni 15 años. Porque ya no tengo que andar de soplapichas mendigando cariño o amistas de nadie. Porque hoy, yo me defiendo. Porque sé que tengo a alguien que, con todos sus y mis defectos, sí me quiere sin conveniencias, sin extorsiones, sin dobles agendas. Porque si siento que me hace falta el drama, la clandestinidad, la tragedia, es, sobre todo, por trauma.
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