Ayer me llevaron a cenar al Barrio Alto. Allá por Vitacura. Los edificios son tan lujosos que en esa ansia de los ricos de aquí por vivir en otra parte, le dicen Sanhattan. Y a la pista que bordea esa cloaca abierta que es el Río Mapocho, lleva el presuntuoso nombre de, la Costanera.
No pude comer en paz pensando en los meseros, que a qué hora salían, si habrá metro, si demorarán mucho en llegar a su casa, si esos mocosos malcriados de la mesa de al lado entenderán que el mesero es un ser humano y lo dejarán de tratar como un esclavo. Cuando me consolé un poco pensando que al menos tenían trabajo, un toc toc en el vidrio me llamó la atención y allí, paradito en el frío, un chiquitín moreno me extendía la manita pidiéndome algo. Debe haber sido un fantasma, porque de todas las mesas que estábamos en esa terraza, parece que solo yo lo vi y solo yo me angustié y solo yo no pude seguir comiendo.
El Leo me lo había explicado en la mañana: “Somos una sociedad totalmente vertical y estratificada. Aquí, sin dinero, te mueres. No hay movilidad social. Tenemos diferencias severas en la forma de interpretar el pasado. La gente siente vergüenza de reconocer que su padre fue obrero o hijo de una madre soltera“. Leo me cae bien, habla suavecito, se nota que es de izquierda, pero no lo dice así, a lo abierto. Me dice además que la Teletón es la única actividad casi religiosa, donde se unen los colores políticos para donar, lo único que les da unidad de identidad como país. Que en la euforia nadie ve la trampa del marketing o los millones en publicidad.
Cuando regresé a medianoche a la casa, en las escaleras había un cocker spaniel, solito, evidentemente perdido y buscando donde pasar la noche. Se veía triste. O tal vez la triste era yo. Sin pensar en el pulguero, me senté con él un ratito a acariciarle la cabeza y a llorar esa como rabia de lo que había visto allá en el Barrio Alto. No pude entrar al perrito conmigo, ni darle de comer. Hoy, ya no estaba.
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