La culpa de todo la tuvieron esos escándalos que tienen apellidos compuestos, igual que las familias popof: Caja-Fischel e ICE-Alcatel. Antes de eso el Patán y yo éramos distantes, cliente-abogado, dos desconocidos. A partir de la noticia de la mansión Lindoreña de Eliseo, todo cambió.
Yo pasé de leer el periódico como accesorio al desayuno, a comprármelos todos y leernos con detenimiento. A las 9 de la mañana, de tirriosos, nos llamábamos a comentar noticias, a elaborar teorías, a criticar el Ministerio Público y compartir rumores. Los dos conocíamos a los protagonistas del alboroto y teníamos nuestros propios correos de las brujas. Nos unió lo chismosos. Nos hicimos íntimos.
Debe haber sido por ahí de noviembre que nos dimos cuenta, el Patán y muchos otros conocidos de una sensación como de inminente golpe de estado, de desastre nacional, de todo está perdido, de se nos fue el país de las manos. Entonces, de repente, los noticieros y periódicos dejaron de lado el escándalo y empezaron a llenarse no de noticias, más bien de curiosidades y reportajes de farándula. Igual en las familias violentas, las consecuencias no se hablan. Se opta por el aquí no ha pasado nada.
Hasta que vino el TLC y se repitió el bombardeo. Y en alguna televisora alguien decidió que podía ser buen negocio copiar la fórmula de La Extra sangre (sucesos) y tetas (farándula) y convirtió a los espacios de análisis en episodios de naderías o de violencia. Y los periódicos se olvidaron de su deber social de formar opiniones y de la labor que cumplen y de repente escogieron bando y se dedicaron a defenderlo a muerte. Detallillos como objetividad, deber de informar, no manipularás y otras cosas similares quedaron enterradas en algún lado.
Creo que fue por esa época que alguien con blog dijo que no volvía a leer La Nación ni a ver noticias. Yo fui de las que comenté burlona que si estaba tostado, que en una época donde dependíamos de la información no podía pretender él hacerse una burbuja de ignorancia y pretender vivir como un ser primitivo.
Ahora en setiembre, mi jefe regresó de Europa después de vivir allá dos años. Me dice que nos encuentra, como país, deprimidos y amargados. Que antes parecía que teníamos más ganas de las cosas, pero ahora nos nota derrotados. Me dice que él no le da el estómago para ver las noticias en la mañana, mientras come. Y que tampoco volverá a leer ciertos periódicos.
Yo le comparto mi solución al asunto: en la mañana, yo veo las noticias de TV Chile. Me entero de lo que pasa en el mundo y los muertos y asaltos y problemas de los chilenos, para mí no son más que una curiosidad, algo que les afecta allá en el sur, salados ellos. Para las cosas malas de aquí, nunca me faltará algún amargadito- el Patán incluido- que me las recuerde. O leeré la versión alternativa en algún sitio de Internet. Para noticias de política, leo la Extra.
La verdad es que desde que me liberé de Telenoticias y de La Nación, vivo un poco más tranquila, menos enterada y más primitiva. Y a ratos, me da la impresión de que no todo está perdido. A mí no me han convencido de que no valga la pena entregar el corazón.
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