6 de setiembre. Ella me llama, a las 4 y 22. Sé que es Ella. La pantalla del celular la denuncia con dos letras “Ma” y el que fue mi número de toda la vida. Y me dice:
“Es cierto que le llevaste una piscinita a Juan Pato?” (Se acordó qué día es hoy?)
Y yo: “Sí, una grande, así y así, con bichitos de colores, y no es de inflar” (Siempre me acuerdo. Yo nunca me voy a poder olvidar. La duda es si alguien más se acuerda. Si usted, por ejemplo, se acuerda.)
Y Ella:
“Ay qué lindo! Pero entonces es algo que solo pueden usar en verano no? Jamás con estos aguaceros” (No sea así conmigo. A mí también me hace falta. No se le murió solo a usted.)
Y yo:
“Bueno, no sé, la pueden usar bajo techo y es bajita, no tiene riesgo de ahogarse, hasta cabe un adulto. Yo quería conseguirle unos flotadores, pero no encontré tan chiquitillos” (A nadie le hace más falta que a mí. A nadie.)
Y Ella:
“En la de menos aprende a nadar” (Yo nunca la llamo. Nunca. Ni le pido nada. Hoy la llamé porque hoy quería oírlo a él, en usted.)
Y yo:
“Sí, puede ser. Habrá que ver qué pasa. La dejo que estoy en una presa y no quiero chocar”. (Si yo supiera que aguanto, iría al cementerio. Pero no puedo. Es como si con cada año me doliera un poco más.)
Los duelos, al igual que las formas de acompañarse, a veces son extrañas.
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