Después de dos días de sol y brisa en Dresden, hoy amaneció con la famosa niebla que se levanta desde el Elba, solo que no se fue nunca. Yo con mi suéter en estado de desaparecida y la calle a 10 grados tirando para abajo. Todos los peatones con sus jackets de invierno y yo con mi camiseta turística de la ciudad de algodón de bajísima calidad.
Logramos llegar a la estación del tren. Nos compramos cositas de comer, porque el recorrido es largo y ahí fue cuando empezó Cristo a padecer.
Cuando Marce me quería impresionar, compraba tiquetes en el tren bala alemán, con asientos reservados y reclinables e internet de alta velocidad. Ahora, para que Pato no se malacostumbre y porque el tiquete sale a la mitad de precio, ya no. Viajamos en segunda.
Y en segunda es donde se le empiezan a ver las costuras a los países desarrollados. Es más, se le revientan.
Como llegamos temprano y el tren ya estaba ahí, nos acomodamos en un asiento de esos como de cafetería, frente a frente, con amplio espacio para todo. Diez minutos después, parecía un tren de la India, con gente guindando de las gradas, una muchacha sentada en la mesa que teníamos nosotros, bultos y maletas estorbando en el piso, gente sentada en las gradas, y sin señas de que la cosa fuera a mejorar. Sin internet. Además iba tres, TRES minutos tarde.
Por cierto, en ese tren pasamos por Chelmitz, donde está el equipo de tercera división que tiene a Marx de mascota. Un pueblito de mierda en el medio de la nada en el este de Alemania.
Pero disgrego. Sigamos.
Hubo que cambiar de tren para lograr la conexión teníamos 10 minutos. Menos los tres del atraso. Menos lo que duraban los roquemis que venían en el tren en bajarse y jalar la maleta, porque ni modo que los atropelláramos. Menos lo que durábamos bajando unas gradas para subir otras y llegar al andén que era, porque el elevador no funcionaba y yo casi me vomito del esfuerzo alzando las maletas pequeñas mientras Pato, que ya estaba en el andén, gritaba “¡Apurate Mami, que se va el tren!”
La cosa es que cuando llegamos al segundo tren, nos estaban cerrando las puertas en la cara. Nos metimos a la brava. Era el último tramo de tres horas. La situación empeoró sensiblemente. Viajamos casi una de esas de pie, pegados al vidrio de la puerta. Marce se tiró dos horas así.
Pero como Diosito no se olvida de sus criaturas, fuimos receptores de los milagros de Semana Santa. Dos señoras mayores nos dijeron a Pato y a mí que ellas se bajaban en la siguiente parada, que aguantáramos un poquito. Otro señor me ofreció poner la mochila encima de las maletas de ellos. Otra pareja me dijo que por favor no me disculpara cuando me tenía que correr para que alguien pasara por el pasillo y los estripaba.
Este tren era peor que el otro. Maletas y gente en los pasillos. Más frío. Empezó a llover. Los baños no funcionaban y a Pato se le ocurrió que necesitaba ir a orinar. Tuve que acompañarlo yo mientras Marce se quedaba con las maletas y aquello era como atravesar un campo de heridos. Las señoras que iban sentadas en las gradas me pedían que las ayudara a levantarse, porque si no, no subíamos. Viajamos con maletas entre las piernas y bultos en los regazos. Un buen entrenamiento para el vuelo de vuelta.
Logramos llegar. Munich está fresquito. El hotel está cerca de la estación y más o menos, en 1960. Es una especie de suite, de dos cuartos, muy amplio y cómodo y definitivamente retro. Nos dieron una llave normal, no una tarjeta para abrir la habitación y hay que entregarla cada vez que salimos.
Y la entregamos, porque fuimos a buscar qué comer. Encontramos un lugar griego que me arruinó la experiencia de ese tipo de comida: estuvo tan, pero tan rico, que me temo que nunca más podré comer algo igual. Incomparable.
Además, nos atendió el dueño, un señor gordo, super amable, que se nota que disfruta comer y ver que a la gente le encanta comer lo que él prepara. Se llama Arcadio. Si por mí fuera, comería ahí todos los días que vamos a estar aquí.
Luego fuimos por helados. Deliciosos y un euro más barato que en Dresden y en Berlín.
Como todos ustedes saben, en uno de los universos paralelos yo hubiera estudiado sociología por esa fascinación por la cultura de los demás y los barrios folclóricos, por no decir peligrosos.
Estamos en un barrio lleno de hoteles de todas las estrellas posibles. También hay salas de apuestas, restaurantes y supermercados afganos, asiáticos, turcos, árabes. Y hay muchos cafés turcos, donde hay señores que están en sillitas afuera tomando ese café negrísimo y dándole al narguile, que se ven como un tico cualquiera de pelo negro y me miran a los ojos con sospecha y me juzgan con sus ojos muy negros y sus cejas muy gruesas, seguramente porque yo me veo como una turca que usa pantalones, no se cubre el pelo, no usa bassier y dice malas palabras. También hay muchos night clubs y una tienda erótica como de una cuadra, donde no me dejaron entrar por llevar a Pato de la mano. Fascinada estoy. ¡Vieran!
La gente aquí saluda de otra forma, la melodía y su pronunciación es bien diferente. El dialecto de aquí tiene fama de ser imposible de entender. Además son católicos. Seguro por eso los puteros del barrio cerraron temprano.
Así que estamos molidos, cansados, con un día perdido viajando en tren, pero con la pancita llena con la mejor comida que hemos tenido desde que llegamos aquí.
Lástima que ya no se hace Tele match. Estamos en el lugar perfecto para haber ido de público, o mejor aun, de participantes.
Nos toca baño- ni modo- y mañana, a conquistar la capital de Bavaria.
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