Paso con frecuencia frente a Plaza Víquez. Nunca le presto atención, porque en mi mente está igual que la última vez que recuerdo haberle dado la mano a mi papá, llena de juegos y carruseles para niños. Una rueda de Chicago que parece de juguete.
Luces. Puestos de algodón de azúcar, churros y manzanas escarchadas. Hay maní carapiñado, mi favorito. Un señor que vende bombas de esas que si se sueltan, se pierden para siempre. Hay niños con sus papás y sus mamás, hay risas, conversaciones, no hay cercas.
Siempre hago la nota mental de que quiero traer a Pato y contarle de ese mayo del 75 en que mi papá me trajo aquí a pasar la tarde, solos él y yo, hablando, de la mano, comiendo, riéndonos. Que me compró una bomba. Que mi mamá estaba en el hospital, pariendo al hermano que no sobrevivió el día. Que recuerdo volver a ver hacia arriba para hablar con mi papá, para confirmar que seguía ahí.
Hoy me fijé. Está vacía.
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