Al amanecer de ese 11 de setiembre, yo estaba en Santiago. Abrí los ojos, hacía frío, estaba en un cuarto ajeno de un hostal pequeño, con un calentador a gas. Me costaba creerlo.
Gabi me llamó desde temprano “A las 10 mijita, en 18 y Alameda. Te da tiempo apenas para un té y una tostada”. Yo me vestí despacio, pensando en qué me traería el día. Recordé las bromas con las que traté de apaciguar mis nervios “Voy a ponerme una patito de cartulina que diga Me llamo Sole, si me encuentra, por favor deposíteme en la embajada de Costa Rica.” Una cosa era una manifestación siendo estudiante de la Universidad de Costa Rica y otra muy distinta, una manifestación política.
Cuando salimos a la calle Rosas, el sol calentaba tibiamente la ciudad. No había mucho tránsito y yo, en mi imaginación, percibía un silencio fúnebre. Caminaba hacia el centro de Santiago, un once de setiembre, como tantas veces lo había soñado. Era irreal aquello. Pero estaba pasando.
Tratamos varias veces de tomar un taxi. “Nadie nos va a llevar- me dijo el capitán- es por tu polera”. Desde mi camiseta negra, la figura de Allende se asomaba, tranquila, sin desafíos “Cambiate la polera, si no, tendremos que ir caminando”. No me dio la gana. “¿Es por eso? Entonces caminamos”.
Cuando llegamos a la esquina, el capitán se fue, confundiéndose entre la gente, preocupado que alguno, por su pinta, lo reconociera como un milico. Me dio una tarjeta telefónica y me dijo que lo llamara de emergencia. “No se te ocurra insultar a un paquito– me recomendó- y si ves a enmascarados al lado tuyo, quítate de ahí de inmediato. Todos los años esto termina en violencia. Por eso dicen los milicos que los comunistas están bien muertos pero mal enterrados”
Poco a poco empezó a llegar cada vez más gente. De pelo largo, jeans, camperas y camisetas. Llevaban enormes pancartas con consignas. Gaby también llegó, un poco tarde, como siempre. Estaba emocionada de ver tanta gente. Trataba de ver a saltitos hacia atrás, y me pedía que me aprovechara de mi altura para ver cuántos éramos. “Somos más de 10 cuadras– le dije- Nunca Chile se vio tan lindo”.
Me llevó con ella al inicio de la manifestación, donde marcha la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Me colgó del pecho una foto del Alvarito, su marido, desaparecido un 15 de agosto y que se presume que murió, torturado, en el infame Londres 38. Me presentó a todas las madres y las abuelas, que como ella y como yo, llevaban una foto a blanco y negro de un joven congelado en los setentas. Muchas de ellas con pancartas con la imagen de sus hijos y la pregunta siempre presente, jamás contestada de dónde están.
Una, en particular, me llamó la atención, por lo familiar que me resultaba. Le comenté Gabi y nos acercamos un poco más. Era la imagen que yo había usado para una obra de teatro, un monólogo que había presentado yo hace unos años. Sin esperar que le terminara el cuento, Gabi le repitió todo a la señora, que resultó ser la madre de ese desaparecido. Me abrazó con emoción y me decía, muchas veces “gracias, gracias, gracias”.
La marcha la encabezaban los equipos de sonido, con las canciones de la Unidad Popular. Todos cantábamos emocionados y caminábamos hacia el cementerio de Santiago con la cordillera nevada de fondo. Gabi me llevaba de un lado a otro diciéndole a todos que yo venía desde Costa Rica, específicamente a la marcha. Varios periodistas quisieron entrevistarme, pero yo me negaba. Tenía muy presente la advertencia de mis jefes “Cuidado salís en tele y te ven los clientes chilenos, porque te matan. Si te agarran presa nos llamás inmediatamente!” Ya era bastante difícil, con mi tamaño y en tercera fila, no destacar entre las señoras bajitas que me llevaban del brazo. No quería exponerme más de la cuenta. Pero me dio vergüenza eso, de que protegiera más mi trabajo que a un sueño.
Cuando llegamos a la esquina de Morandé con Alameda, para doblar y pasar al lado de La Moneda, el ambiente se hizo más tenso y los pasos más lentos. La música cambió y a una sola voz todos todos cantábamos Venceremos. No era un llanto fúnebre. Se cantaba con fuerza y con rabia para hacerles saber que sí, que aunque hubiéramos perdido no perdíamos la esperanza.
En Morandé 80, la puerta por la que salía Allende, la puerta por la que sacaron su cuerpo asesinado, nos detuvimos. Había a dos hombres mayores, fornidos y firmes guardando la puerta. Ellos habían sido miembros de la GAP, la guardia personal del presidente. De anteojos oscuros y muy serios, no podían evitar que les rodaran las lágrimas por las mejillas. A sus pies se iban amontonando los claves rojos que ofrecíamos los manifestantes. Un papá con su hijo de cuatro años subido en sus hombros. Un mimo y su grupo de teatro. Estudiantes universitarios. Una pareja de viejitos. Revoltosos enmascarados. Madres, sobrevivientes, curiosos, partidarios. Y ellos, firmes, sin decir una palabra, sin cantar.
Por los altavoces sonó una vez más la voz de Allende diciéndole a su pueblo que había sido traicionado pero que daría la vida en la lucha. Escuché de su voz la promesa, aquella de que algún día se abrirían las anchas alamedas por las que camine el nuevo hombre del socialismo chileno. Al fondo, se escuchaban los aviones.
Llegué a pensar que, tal vez, eso del socialismo me estaba afectando la cabeza. Yo creí ver La Moneda en blanco y negro, con columnas de huno y los bombardeos y no aquel edificio blanco, con la bandera chilena ondeando en un cielo celeste de primavera. Creí verlo a él recorriendo los pasillos, con su casco, su ametralladora y su gente y no a los burócratas que se asomaban por las ventanas.
Al llegar a las antiguas oficinas del periódico El Mercuro, alguien dio la instrucción de la que solo había leído en libros y relatos “El que no brinca es sapo” A saltos, 10 cuadras de gente pasó frente al antiguo Mercurio y para que no creyeran que éramos desmemoriados, también coreamos “El Mercurio miente”.
Al llegar al cementerio, descansamos en una lápida, como todos los que iban llegando. Poco después, alguna gente se incorporó y empezaron a alejarse. Al pasar al lado nuestro, nos dijeron “Vienen los pacos”. A mí me entró el pánico. Gaby reaccionó acostumbrada al asunto y con la mayor de las tranquilidades. “Sécate la cara del sudor que si no con el gas te va a picar” y empezamos a caminar.
En una de las calles del cementerio nos topamos a los anti motines. Eran 300, armados con palos y escudos. Frente a nosotros, una pared de humo que avanzaba. Yo me paralicé. Gabi me tomó de la mano “Vamos a atravesar el gas. Cúbrete la nariz la boca, no me sueltes. Hay que ir en dirección contraria a los pacos”. En eso, manifestantes enmascarados reventaron cocteles molotov. Gabi me llevó corriendo y atravesamos el humo. Yo, por momentos, sentí que me arrepentía de estar en ese lugar, en ese momento.
El cementerio de Santiago es enorme, una ciudad pequeña de tumbas y mausoleos, con calles y avenidas. Corrimos por todas partes, buscando una salida que no estuviera copada por los Pacos. Casi llegando a una, Gabi se detuvo. “Mira– me dijo- Ahí está enterrado el Víctor”. En un nicho, a media altura, con letras sencillas se lee Víctor Jara. Me acerqué sin saber exactamente qué hacer o qué decir. “Vine– le dije desde el pensamiento- Vine porque hace mucho tiempo ya que escuché tus cancion
es. Por eso vine”.
Caminamos casi dos horas hasta llegar al mercado. Era tarde ya y estábamos cansadas. Comí un revoltijo de mariscos extraños mezclado en una sopa gris y fría que me supo a diablos. Antes de irnos, Gabi me llevó al centro de las 4 marisquerías, en el centro del mercado. Me presentó al dueño, a don Augusto, un señor bajito de boina negra y chaleco. Le repitió la historia, que yo venía de muy lejos, que venía a lo de la marcha, que casi nos agarran los pacos, que nos tocó gas y que no nos quedamos al acto. Que más tarde íbamos a Villa Grimaldi.
Don Augusto me tomó de las dos manos y levantó la cara para verme a los ojos
“Gracias, compañera, por venir a solidarizarse”.
Los dos estábamos llorando.
Aquí se nos observa a Gabi y a la suscrita, al lado del Río Mapocho. Allende en el pecho y sobre el corazón de ambas, Alvarito.
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