A veces, me da por ir a ver comedias gringas de las pésimas, en las que todo es, además de poco creíble, totalmente predecible. Obedecen a los esquemas desgastados de los primeros dramas de algodón de azúcar de disney, donde a los chiquillos se les ocurrían maldades para separar o juntar a sus padres. Ingredientes indispensables adicionales: una mascota extraña, un niño con actitud, muchas caídas en barro o embarrijos similares, mucho humor anal y alguien que sirva de comic relief.
Eso fue lo que vi ayer en Los Míos, los tuyos y los nuestros. No me reí de nada. Los chiquillos que andaban conmigo en cambio escupían palomitas y se atragantaban con los nachos de la risa.
Lo que me llamó la atención fueron otras cosas de la película. Los protagonistas eran un marinero serio, cortante, cuadrado y ordenado que aprovechaba cada segundo de la película, así fuera una cena romántica o limpieza del jardín, para salir de uniforme. Este engendro se enamora de una hippie libre y milloneta que ha adoptado 6 enanos, además de los 4 propios, de diversas nacionalidades y colores. Vive en el más absoluto desorden en una casa que parece un basurero. No se dice de dónde sacó las cantidades industriales de dinero que se requiere para mantener a una familia de 11 sin poner a los 10 menores a pedir plata en las esquinas.
El marinero es guapo, perfecto, en su uniforme impecable. Se le ve cerca de los barcos militares, en la academia, con los soldados, y en el pentágono. Para rematar, insisten en una escena que ya van varias veces seguidas que la veo en diferentes escenarios: él con el uniforme de gala blanco de los marines, llevándola a ella en brazos, mientras Joe Cocker se desgañita con “Up where we belong”, o sea, activando todos los mecanismos de cenicienta que llevamos programados desde chiquitas, donde el príncipe azul es un mamulón de 1.90 que se creyó aquello de be all you can be y es uno de los few and the proud, y exuda virilidad y una sale de la Iglesia, vestidita de blanco, debajo de sables extendidos de los compitas del amado. En fin, un sueño que no se salpica de sangre de inocentes ni de imágenes de un cuerpo en una bolsa negra en una caja hermética y una banderita doblada en triángulo que te entregan en la mano.
La moraleja de esa y de muchas de las nuevas películas sosas o de relleno, es que esos asesinos se pueden llevar bien con los hippies chancletudos y revoltosos. Que la ideología o el gusto por la sangre no tiene porqué ser obstáculo para el amor. Que nuestra obligación, izquierdosos desactualizados, es apoyar a esos hombres que sacrifican su vida y su familia y su conciencia por el país, aunque no sea el nuestro, solo porque se ven divinos de uniforme y no son secos o descerebrados: son más bien tímidos, y si uno los conoce bien, hasta resultan simpáticos. Que es un relajo hablar mal de ellos o hacer manifestaciones en contra de los muchachos.
Está de moda ser milico. Pero milico a la gringa: dizque utópico, preocupado por la patria, la familia y la sociedad, guapo y sin apellidos o herencia latina. El superman de a pata. El soldado bueno, comprometido, el all american boy que arranca suspiros de uniforme, el tratar de lavarle la cara y perfumarle el olor a mierda a Alí Babá y sus cuarenta ladrones.
Debe ser que se viene algo fuerte y estas películas nos preparan para que todos estemos ya suavizaditos cuando se venga el riendazo. Como en los cuarentas, cuando los cortos de cine del Pato Donald lo mostraban enlistado, de uniforme, piloteando un B 52. El pato zopetaz arrancaba lágrimas de orgullo patriótico y desde ese entonces, babosos como yo llevaban a sus sobrinillos postizos, totalmente impresionables, a recibir el adoctrinamiento subliminal para que aprendan a respetar al matón del barrio y a sus gloriosas fuerzas armadas.
Los dejo, por el momento, con el soundtrack de cuando Tom Cruise, de uniforme de gala y 1.85 (ya quisiera el pequeñín) nos pide la mano en matricidio rescatándonos del insulto ese de ser solterona:
Powered by Castpost
Deja un comentario