Mimí tuvo cuatro hijos. Carmen, la mayor, que nació en Abangares. Probablemente Mimí llegó a Costa Rica embazada de ella o se embarazó aquí. Mimí tenía 16 años cuando llegó. Tal vez se embarazó a los 15. A los 15 yo jugaba todavía con muñecas, especialmente con una Barbie gimnasta, que usaba un letoardo de manga larga color turquesa con una faja rosada.
Luego tuvo a Rodolfo y a Alejandro, mi papá. Y asumió a Orlando como propio, cuando la mamá de él, María, falleció. Orlando debe haber estado pequeñito.
Mimí siempre hablaba de mi abuelo biológico como “el papá de los muchachos” y de las cosas que contaba, podías intuir que había sido su gran amor. Ya adolescente yo, supongo que Mimí sentía que podía decir más cosas delante de mí y supe que él se llamaba Francisco. Pero él no reconoció a sus hijos y eso condenó a mi abuela, sola, con cuatro hijos, a una vida de mucha pobreza. Lavar y planchar ajeno, trabajo en fábricas, vender comida, alquilar cuartos a estudiantes. Mi papá y mi tío empezaron a trabajar a los 5 años llevando bolsas en el mercado y no pararon de trabajar nunca mientras estudiaron.
Mi papá fue llevo-llevo en el mercado, vendió lotería, trabajó en una imprenta, fue sastre, estudió de noche y usó zapatos hasta ya grande. Mi tío y mi papá se hicieron abogados, como Francisco, que se había tenido que ir del país por alguna estafa. A la familia le dijo que se iba a El Salvador porque mi abuela lo perseguía mucho y no lo dejaba en paz. Antes de irse, le prohibió a su mamá, Mariana, abuela de mi papá, que le ayudara a Mimí.
Serían otros tiempos, pero Mariana era otro tipo de mujer. Española, casada tres veces y divorciada tres veces, de cada matrimonio, un hijo. El mayor había sido Francisco. Seguía Trinidad- Trino y Angelita. Doña Mariana no le hizo caso a su hijo y mientras pudo, le ayudó a mi abuela con dinero para la crianza de los chiquillos.
Trino y Angelita siempre fueron parte de mi infancia aunque yo no tenía claro que eran familia. Trino vivía en Barrio México, cerca de mi abuela y era usual que mi primo y yo nos lo encontráramos cuando íbamos a comprar algo al Super Izalco o a comer tacos. Nos daba una moneda de dos colones de las viejas, probablemente creyendo que nos impresionaba con la monedota. Nosotros volvíamos a la casa de Mimí quejándonos de lo agarrado que era don Trino, y mi abuela quería arrancarnos la lengua por malagradecidos y nos advertía, muy seria, que Dios Guardísimo nos atreviéramos a decirle nunca que dos pesos no servían para nada.
Angelita vivía en Santa Ana, en una casa fresca, grande, donde siempre hacía mucho calor. Ir a verla era un paseo completo de subir y bajar montañas, pero la íbamos a ver con cierta frecuencia, siempre con mi mamá y mi abuela. La recuerdo como una mujer recia, pequeña, morena, de pelo y ojos muy negros y una sonrisa siempre presente. En su casa abundaban los palos de guayaba.
En la casa de ella, en una visita, sentadas en la sala, vi una foto sobre una mesita. Era mi papá, pero no era, porque se veía mayor, con canas y anteojos. Estaba viendo de lado, pero no había duda que era él.
Sentí miedo, por el enorme parecido. Dolor y alegría, porque yo tenía razón: no estaba muerto y esa foto lo probaba. Dolor porque si no había muerto, era cierto que se había olvidado de nosotras. Eran muchas sensaciones y solo pude gritar señalando la foto diciéndole a todas que mi papá estaba vivo.
Hubo un silencio incómodo. Risas forzadas. Angelita me dijo que era mi abuelo. Yo no entendía, porque mi abuelo era Lalo, el papá de mi mamá. Para mí era normal que mi abuela hubiera tenido 4 hijos sin marido. Mi tía no sabía quién era el papá y eso no era tema de controversia. Ella tuvo dos hijas y tampoco sabemos quién es el papá de cada una y eso no importaba. Mi abuela nunca habló de su papá o del de su hermano y no teníamos idea de siquiera si lo había conocido. Yo vivía en un matriarcado y no tenía problemas con eso. Mi papá había muerto, y eso solo nos convertía a mi mamá y a mí en dos mujeres solas más, en una familia regentada por una mujer. Mimí me explicó: “Es el papá de los muchachos”. Eso era lenguaje que yo si entendía y supe entonces quién era y no me importó saber más.
Ahora me hice un examen de ADN para saber más de mi etnicidad. Aparte del resulta divertido y revuelto, con genes casi de todas partes del mundo, empecé a saber más.
Por ejemplo, que Ciero se escribe con S y no con C, como pensé por mucho, mucho tiempo.
El sistema te muestra coincidencias con otras personas que se han hecho la prueba y encontré a una nieta de Trino. Ella confirmó que era el mismo Trino que me daba dos colones en Barrio México. Me preguntó si mi abuelo sería el famoso Tío Francisco, que venía a visitarlos muy seguido de El Salvador con la tía Emilita.
Le dije la verdad: que a él no lo conocí y que no reconoció a mi papá o mi tío. No me volvió a escribir.
Yo quedé con esa espina, como con un rasguño emocional: entonces Francisco Siero venía con frecuencia a Costa Rica ¿Y sus hijos? ¿Nunca le importaron? ¿Nunca los buscó? Y sentí que crecía mi desprecio por él y mi compasión por mi abuela y la maternidad que le tocó vivir.
Esto tiene que ver con vos, Patito. No solo porque es parte de mi historia sino que tiene que ver con mi decisión inicial para querer adoptar.
Yo no quería asumir el riesgo de que un hijo mío saliera como mi tío Rodolfo. Criar a un clon de alguien como él hubiera sido mi peor castigo, mi peor angustia. Siempre le tuve miedo, distancia. Siempre fue, para mí, una persona oscura y el trascurso del tiempo solo terminó de confirmar lo que de alguna manera siempre y supe y sentí cuando estaba cerca de él.
De él aprendí la crueldad, los juegos de poder. De él aprendí a tener miedo y ansiedad. El abusaba de mí, Patito, hasta que pude decidir no verlo más.
Y, sabés, siempre tuve miedo de que mi papá hubiera sido como él. Tengo tan pocos recuerdos de mi papá y en todos, yo estoy como vos, recién cumplidos los 3 años. Recuerdo la relación de él conmigo, la intensidad de su cariño, su fascinación conmigo, pero no sé nada de sus valores, sus creencias, su posición ante la vida. Digamos que me resigné a aceptar mi cariño por mi papá temiendo que en todo lo demás, fuese una basura.
Le conté a mi mamá de mis descubrimientos recientes. Y me contó. Rodolfo sí se mantenía en contacto con mi abuelo biológico y lo veía cuando él venía de visita a Costa Rica. Mi papá, en cambio, no lo quiso conocer nunca. Ya siendo hombres los dos, en una visita de Francisco, él y Rodolfo planearon cómo hacer que los tres se reunieran y mi papá fue engañado. Francisco le ofreció reconocerlo, darle el apellido.
Yo escuchaba con un hueco en el estómago. No me imaginé cómo iba a terminar eso. Tenía miedo de la confirmación de que mi papá era un alma vendida al Diablo, un Rodolfo, pero moreno.
“Pero su papá lo mandó a comer mierda. Le dijo que no quería el apellido, que si él era lo que era, era por su mamá y que a mucha honra llevaba el apellido de ella, que se sentía orgulloso de ser hijo natural y que ni loco se quitaba nunca el apellido Montiel. Que no quería volver a verlo. Que no lo buscara nunca”
Otra vez una mezcla de sentimientos: alegría, alivio, orgullo. No me equivoqué queriéndolo.
Hay más, Patito:
Cuando pensaba en mí, siempre me pensaba Montiel, sin segundo apellido. Esa era mi identidad. En función de mi abuela y mi familia, aunque ya están casi todos muertos o lejos. Aunque siempre lo he sabido, ahora hago consciente resulta que ese no debió ser mi apellido, ni el tuyo. Y que ese abuelo que nunca estuvo dejó una estela enorme: coincidencias genéticas en El Salvador. Familia que nunca fue la mía.
No dejo de pensar en mi porcentaje africano y me imagino un esclavo, traído a la fuerza de lo que fue su casa, la tortura de trayecto y la vida de esclavitud que tuvo que vivir. La posibilidad casi cierta de que su embarazo haya sido producto de una violación. Su dolor. Su nostalgia.
He encontrado dos coincidencias que son primas hermanas. Pero no me interesa contactarlas de nuevo. No quiero volver a las dinámicas de mi familia. Eso ya está superado. Mi cuota de drama ya la pagué en esta vida. Mi familia es otra, escogida por mí.
Después de muerto mi papá, mi abuela me adoró con locura y no hubo nunca duda de que fui su favorita. A través mío trató de darme lo que no le dio a su hijo fallecido. Siempre me decía que él y yo somos como dos gotas de agua y es cierto: somos idénticos. Pero eso significa que entonces yo también soy idéntica a Francisco Siero. Entonces en mí no solo veía al hijo muerto: veía al amor perdido, al papá de los muchachos.
Los Siero vienen de Asturias, una zona al norte de España, que colina con Euskadi. Por eso tengo un porcentaje que habla de origen vasco. Y el 18% de Portugal se puede explicar porque la población Asturiana se confunde con la portuguesa.
Siero es una palabra de origen indoeuropeo, que tal vez explica esos porcentajes persas, de Afganistán Kazajistán. Y, además, significa agua. Agua.
Tantas historias, Patito. Tantas vidas, me abruman. Recuerdo a Wener Herzog diciendo que le desesperaba pensar que cada persona llevaba tantas historias con ella y que él quería conocerlas todas, pero que la vida no le daría tiempo.
Yo, con conocer la tuya, me doy por satisfecha. Que el amor no depende de la genética.
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