The Chosen. El primer reporte de las clases de Pato, indica que, básicamente, aunque es un niño feliz, tiende a ser un niño malcriado, o al menos ese es el riesgo. Los aspectos de EP (en proceso), tienen que ver con obediencia y límites. Es un niño de carácter fuerte, que en este momento, tiene de todo lo que necesita y a veces más. Y eso es un riesgo.
Hay que reducir la cantidad de juguetes. Hay que acostumbrarlo a que no todo lo que quiere se le da, porque si no, va a sufrir mucho en la vida, como tanto adulto que llora cuando la realidad le dice a la cara que no basta con querer algo, que muchas veces no tenemos lo que queremos y está bien.
Me toca ser su figura de autoridad. La que pone límites. La que dice que no vamos a ver al mono pulguiento de George en la tele porque la mamá está viendo algo más y simplemente porque no todo te toca en la vida. La que le dice “No entiendo lo que estás diciendo, hablá claro”. La que le repite la misma pregunta 70 veces y no cambia el tema hasta que conteste lo que tiene que contestar. La que lo obliga a recoger cosa por cosa. La que tiene que respirar hondo cuando sale corriendo a esconderse detrás de un sillón.
Y el problema, me dice mi amigo M: “Es que vos lo querés tanto, pero tanto…” Es cierto. Me toca pero no quiero. Quisiera ser la que lo consiente, la que se ríe con él, la cómplice. Cada vez que le llamo la atención me siento y me veo a mí misma como a mi mamá en mi infancia y me invade la culpa y un frío en el corazón.
Trato de evocar a mi abuela y no hay nada. No recuerdo cómo lo hacía conmigo, solo cuando ya todo estaba instaurado y no hacía falta que levantara la voz, cuando mucho una mirada. Una parte de mí quería tener un hijo para chinearlo y besarlo y darle todo lo que pudiera. Como con Fuser. Pero Pato no es un perrito y la responsabilidad es otra. En nombre de ese amor, hay que poner límites.
A veces simplemente no puedo. Como las noches en las que no se quiere dormir y se baja 7 veces de la cama y a veces nosotros ya estamos acostados y él se para fuera de la puerta abierta del cuarto y llora. Me quiebro. Lo alzo y lo traigo a nuestra cama. Me vale verga que no se tiene que acostumbrar a eso. No puedo verlo en esa esquina llorando. Me recuerda demasiado a mí y el frío y el vacío de los brazos que no llegaron.
Recuerdo uno de los libros más hermosos que he leído en los últimos años, The Chosen. El hijo brillante de un rabino sabio, al que el rabino no le habla, no le asunta, no le aplaude todo lo que hace. Y el rabino explicando que no es por falta de amor. Todo lo contrario: precisamente porque lo adora, trata de causarle dolor con su silencio, porque tanta inteligencia no le servirá de nada a su hijo si no conoce el dolor, si no entiende la empatía, si se aísla en su capacidad, que al final se traducirá en egoísmo. Sabe que lo puede perder en el proceso, pero asume el riesgo porque no hacerlo es peor. Me toca ser el rabino.
Let’s dance. Pato baila hasta con el pito del carro. Cuando es música clásica, levanta las manitas como dirigiendo a la orquesta. Vamos a comer y se escapa al restaurante de al lado, que tiene un bafle afuera con música española. Baila con palmadas en alto y sonriente. Me invita a bailar con él.
Lo llevamos a una clase de baile para bebés, que termina siendo una decepción enorme. Pato es el único entre 4 niñas que llegan de tutú, mallas, zapatos de ballet y leotardo, todo rosado. Todo lo venden en el lugar. Hacen ejercicios como de proto ballet, pero no hay música.
La maestra les pide que se coloquen con posiciones con brazo de princesa, haciendo el techito del castillo de princesa, haciendo la reverencia agradecidas como princesas, qué lindas nos vemos haciendo esto, miren el espejo! Parecemos princesas. Al final, stickers de la Princesa Sofía y la congoja de encontrar un pajarito azul para Pato.
Es una tristeza que la cultura se tenga que ajustar al mercado, a la necesidad de las mamás- todas presentes en la clase- de haber sido bailarinas de tutú rosado, porque a los 2 años, difícilmente alguien sueña con ser la próxima Pavlova. No hay mercado para un Patito salsero, como el mío. No volvemos.
Perros y gatos. Todos le encantan. A todos los toca. Todos se dejan. En el parque, Mis, un pastor alemán, lo chupetea y Pato le da de comer. No habla nada, pero ya aprendió a decir Pinky, porque así se llama una gatita de tres patas que se deja acariciar por él. Le guarda agua. “Mamá: agua. Pinky”- me dice, con su vocecita de bebé. Un día le jala la cola a un perro, que le ladra y casi lo muerde. Ese día, llora asustado. Yo lo veo enorme, pero sigue siendo un bebito.
Beautiful boy. Era un día gris: no me dieron un reconocimiento al que apliqué. En la piscina, don Fran me confiesa que ya se había dado por vencido conmigo. Mi secretaria, de confianza total, me traiciona. Tengo la tiroides otra vez loca. Abro una oficinita por vez no sé cuánto y una voz burlona me pregunta qué me hace creer que esta vez no la voy a dejar botada. Reviso y tiro a la basura muchas cosas. Repaso recuerdos enterrados.
Ese día, en la noche, del hogar de acogida de Pato nos envían una foto de un recién nacido. Se llama Andrés y tiene 6 días. Lo llegó a dejar el Pani. Andrés hace que se corran las nubes grises. Es una sensación como la que tengo en las Navidades, a media noche, sola, cuando pienso en un bebé que llegó sin nada al mundo pero llenó todo de esperanza. Hay una familia que aun no sabe, pero tal vez Andrés llegue a completarlos. Andrés es una señal de que nos renovamos todos los días, que todo saldrá bien, que mis problemas no son tales.
Andrés es indefenso, necesita todo y no tiene nada. Llegó con la ropita que andaba puesta y tomará un tiempo antes de que el PANI empiece a girar los montos de apoyo. Ahora tiene un hogar de acogida y decido que además, nos tiene a nosotros. Ese fin de semana, nos vamos a Sarchí con el carro lleno de cosas para Andrés: pañales, toallitas, la lechita que toma de recién nacido, crema, jabones. Además saco toda la ropa de 18 meses que Pato ya va dejando. A Andrés no le queda, pero tal vez a otros niños que reciben otras parejas de esa Iglesia sí. Llevamos juguetes de ese montón que tiene Pato y que no usa.
Cuando llegamos, Pato reconoce a todos y sonríe y tira los brazos y reparte besos. Parece estar feliz de estar ahí y recorre la casa chiquita como si recordara donde está todo. Abraza a la chiquita con la que jugaba. Alza a Andrés, lo toca con cuidado.
Les llevamos las cosas que Pato pinta y dibuja en clases de kínder y él las enseña orgulloso. Lo ven con amor, felices de verlo tan grande y tan lindo.
Nos cuentan más cosas de Pato. Cuando llegó, una noche de diciembre, llegó como Andrés: sin nada. Era más pequeño que un antebrazo. En el barrio recogieron la ropa de muñecas porque la de prematuro le quedaba nadando. Al inicio, no reaccionada a las voces ni a las caricias. Llevaba 23 días internado, recibiendo solo los cuidados médicos necesarios. Fue hasta que lo empezaron a cangurear, piel a piel, que unos días después empezó a reaccionar como un bebé normal.
Me cuentan que todas las noches, rezaban con Pato para que Dios les mandara pronto un papá y una mamá perfectos para él. Ella me ve a los ojos cuando me dice que sus oraciones fueron escuchadas, porque Pato se ve feliz y que le encanta verlo con nosotros.
La progenitora de Andrés está internada en el pisquiátrico con una depresión post parto. Nadie sabe cuánto tiempo Andrés se va a quedar en el hogar de acogida. No tiene familiares que quisieron recibirlo y por eso el PANI lo retiró. Ahora vienen meses de estudios y burocracia, pero Andrés está en un lugar seguro, donde le dan de todo.
En diciembre vamos a volver. Esta familia tiene un corazón y una generosidad que admiro. Además, tenemos un vínculo único. Yo quiero que sigan siendo parte de la vida de Pato y que Pato sepa que un día, él también fue Andrés y recibió de todo.
Karma. La casa en que vivimos, fue de los jefes de mi mamá, que también fueron generosos con ella y conmigo. Ayer me entero que trataron de adoptar un niño grande, pero que él – don David- no pudo adaptarse y decidió devolverlo. Ese día, doña Mercedes lo fue a entregar empastillada. Ella quería dejárselo y lo añoró hasta el día que murió.
Mi padrastro trata de jugar con Pato. Lo atrapa con las piernas. Le enseña carritos. Le habla. Le alegra que Pato le sonría. Pero me dice: ¿Cuál es el nombre de él? Yo, me amargo por haber creído que las personas cambian. Le contesto: Patricio.
A las amigas de mi mamá, les digo que no estamos haciendo caridad. Que se dice adoptado, no recogido. Que parir es también un acto de amor. Me pelean que hay gente que adopta para maltratar. Les digo que los padres biológicos maltratan más que los adoptivos. Insisten en que es distinto y dejo de pelearles porque me doy cuenta que para la generación de ellas, la maternidad era destino incuestionable y obligatorio, no elección, como fue la mía.
A nosotros nos toca desamarrar esos nudos, los de esta casa, los de esas mujeres y sus prejuicios, los de mi padrastro.
https://youtu.be/L_j-tpmdPlI
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