Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Una casita blanca

Ella empezó la U, pero no la terminó. Quería ser maestra. Maestra de niños pequeños, de primaria. En los dos años que llevó, aprendió a hacer unas piñatas impresionantes. Una, por ejemplo, del soldadito de una sola pierna, de ojos tiernos de cartulina y cachetes sonrosados. Hizo también un libro que era mi tesoro, escrito con su caligrafía de escuela de niñas, con los dibujos de su propia mano, de lagos, montañas, princesas, castillos, cisnes y patitos feos.

Cuando yo la conocí, Ella ya era otra. Pero yo tenía en la mano y en cada cumpleaños la evidencia de la que había sido antes, cuando quería enseñarle a leer a chiquitos de primer grado.

Ella empezó a trabajar en lo que antes se llamaba una escuela de comercio, donde se formaban secretarias ejecutivas que sabían hacer de todo. Aprendían taquigrafía, meca, etiqueta, contabilidad, maquillaje, inglés, manejo de aparatos, trato con el cliente, fundamentos básicos de derecho y en general, como llevar una oficina como un relojito.

Los dueños eran dos cubanos muy simpáticos, que llegaron huyendo de la revolución e instalaron la escuela que habían tenido en La Habana en pleno centro de San José. No tenían hijos. Vivían para sus empleados y para su escuela.

Yo los recuerdo desde la primera vez que me acuerdo haber subido de la mano de Ella las escaleras. Siempre me recibían ruidosos y alegres, de beso y grandes abrazos. Me llevaban por todos los pasillos, me compraban una Coca Cola de la máquina, me presentaban a todos y me dejaban sacar una fotocopia. La escuela era parte de Ella y de mí. Era como si fuera nuestra.

Me invitaban a la fiesta navideña de todos los niños, igual que a mis hermanos, aun cuando yo ya era una vieja de 16 años. Me daban regalo. Preguntaban por mí, por mis notas, por mis avances. Me hablaban en inglés para enorgullecerse de cómo iban mis conocimientos. Me preguntaban qué quería ser de grande. Me becaban en los cursos de inglés de verano. Ponían al profesor de redacción a leer mis cuentitos. Me daban pelota.

Hicieron mucho más que eso. Porque cuando Ella quedó embarazada de mí y se fue de su casa, fueron don David y doña Mercedes fueron los que la apoyaron y le dieron más horas de clase para ayudarla. Cuando murió Alejandro, le triplicaron las clases para que nosotras pudiéramos salir adelante. Le dieron tiempo para el duelo. La acompañaron. Cuando mi hermano se ahogaba del asma, le permitían faltar sin problema,  sin rebajas. Le buscaban un sustituto y llamaban a la casa con un interés genuino por el enano, no para echarle en cara las ausencias.

Se me perdieron en ese perodo incómodo del final de mi adolescencia y el inicio de la última etapa de ellos. Recuerdo el día que me dijeron que uno de ellos murió. Luego el otro. Yo llevaba años sin verlos. Eran parte de mi infancia.  La escuela desapareció, la vendieron. Incluyendo mi máquina de Coca Cola y aquel mural de un bosque verdeamarella de oficina de doña Mercedes. Las gradas que subí tantas veces. Las fiestas navideñas.

Hoy, por vueltas de la vida, ahora soy yo frente a la puerta principal de lo que será mi casa, espero que por muchos años.  Es viejita y blanca. Pero tiene en los cuartos los pisos de madera, como en la casa de Mimí. Y está rodeada de ventanales y le  entra luz a todas horas, aun en los días que está lloviendo. Dicen que se vería linda llena de matas.

Yo tenía que haber sospechado, desde el día que entré por primera vez, que esa no era una casa normal o típica del barrio. Porque me sentí cómoda, segura, bienvenida. Como si me abrieran los brazos. Debí haber sabido que los dueños, los que la pensaron y la construyeron, ansiaban tener a todas horas el sol, el azul, el verde, el viento.

Que algo tenía que ver aquella rutina que escuchaba en la escuela, cada vez que subía las gradas:

–        “¡Mira que lindo está el día! Me recuerda el cielo de La Habana…” 

 –        “¿Y? ¿quieres devolverte pa allá? No se puede, chico. No se puede”.

Hace muchos años, esta misma puerta, la de la casita blanca, la abrían don David y doña Mercedes. Ahora, la llave es nuestra. Compartimos con su recuerdo los cuartos, la cocina, la sala, el jardín, las paredes y los corredores. Mi agradecimiento, que es eterno. La sonrisa cuando los pienso.

Y esas enormes ventanas. La luz. Los suspiros. Y las ansias por regresar a La Habana.

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