Creo que era en junio. No sé porqué, porque bien pudo haber sido en cualquier otro mes de fines de semana soleados. Tal vez era marzo.
El sábado íbamos al mercado Borbón como siempre, con las bolsas, el bus, las visitas a los tramos, las gomitas de la Botica Solera. Pero comprábamos doble. Y al llegar a la casa, Mimí sacaba aquellas ollas enormes, de lata, viejas, golpeadas, que cubrían casi toda la cocina y empezaba la cocinada.
Garbanzos, mondongo, arroz con leche, olla de carne, tamales o arroz con pollo, cada año una cosa diferente, cocinando todo de cero, nada de paquete, picando, limpiando, revolviendo, probando. Siempre con cuchara de madera y furiosa al punto del manazo si alguien se atrevía a darle vuelta a la comida, porque solo la mueve el que la cocina: cualquier otra mano la agriaba.
Yo, en una esquina, comía palitos de zanahoria y la veía en delantal y moño, muy concentrada, cocinando. A veces me explicaba qué estaba haciendo y me recordaba que mi mamá era una inútil en la cocina. A veces me contaba historias de infancia. A veces no decía nada y simplemente nos acompañábamos a la cocina.
Quedaba muy cansada, sudada, pero contenta. Se recostaba en el sofá de la sala y yo le sobaba las piernas morenas llenas de várices con crema porque era lo que yo hacía todos los días con ella. A veces se dormía con la boca abierta, roncando y yo jugaba a meterle hojitas de cas por la boca para despertarla.
El domingo, a misa y luego al turno de la Santísima Trinidad, cargando aquel ollón de comida. Se ponía su mejor vestido y encima, un delantal limpio con bolsas para el menudo. La entrada a la Iglesia era planeada porque ella tenía medida a su competencia y bien establecida su jerarquía. Mimí quería una entrada triunfal, llamar la atención con la olla tapada, a punta de olfato y asegurarse siempre el mejor puesto en el atrio de la Iglesia, a la par de aquella puertita donde podía atender clientes, dirigir la cocina, servir, cobrar y dar vuelto.
Y en eso pasaba todo el día, trabajando vendiendo comida como lo había hecho cuando tenía cuatro bocas y muchas veces seis o siete, a cargo y combinada lavar ropa ajena con la venta de comida a la gente que trabajaba en fábricas. Mimí, trabajando durísimo en un día soleado, en un cuartito pequeño, muy caliente, para donarle todo a la Iglesia.
Yo me aburría terriblemente. No podía estar cerca de las ollas calientes porque podía quemarme. No me dejaban entrar a vinear en la Iglesia, ni siquiera a prender velitas. Nunca me acordaba de llevarme un libro. No confiaban en mí para manejar plata, por mis antecedentes comprobados de levantarme los vueltos para comprarme chicles moneda o helados. Solo podía comer una vez y poquito. Me moría de ganas de subir al campanario, pero Mimí me había dicho que ahí asustaban y con eso, yo ni loca me acercaba.
Para la época, yo le tenía miedo a todo y pavor a las erupciones volcánicas, a la llegada de las abejas asesinas, al fin del mundo y a la muerte repentina de seres queridos. Solo me sentía segura pegada al delantal de mi abuela.
Para Mimí, la breteada tenía el mejor de los pagos. Todo Barrio México hablaba de su cuchara. Todos hacían fila para comprar lo de ella. Lo que mi abuela cocinaba era siempre lo primero que se acababa. Era capaz de cobrar todo por debajo del costo con tal de que se le vendiera primero. Solo así se explicaba que en medio de la crisis de Carazo, un arroz con pollo con pasas, aceitunas y alcaparras saliera, en apariencia, tan barato.
Ella se reía con falsa modestia cuando le piropeaban la comida y los callaba cariñosamente “Dejá de hablar mierda, vos”, pero llevaba en la cabeza la cuenta de cuánto se vendió de lo de ella y lo de los demás y cuánto del total del turno era por la colaboración de Natalia. Mantenía un ojo atento en lo que vendían las demás y en sus caras amargadas de ver cómo se les quedaban las cosas intactas en sus ollas y en sus bandejas, mientras hablaban mal de ella a sus espaldas.
Mi familia desfilaba entera, porque ese domingo, si no comíamos en las bancas de correte y pásame el chile del turno de la Iglesia, no había comida en la casa de mi abuela. Y además, nos cobraba. Mi mamá venía a recogerme y siempre se llevaba comida en platos de plástico tapados con otros platos. Mimí había sido su suegra, pero mi mamá le hacía caso como si hubiera sido su hija. Nunca, salvo cuando se casó con mi padrastro, se atrevió a desafiarla. Obvio, solo compraba lo de mi abuela.
El día que ya no pudo cocinar para todos, el día que no pudo aguantar todo el día de pie vendiendo, el día que hubo un cura nuevo que no la llamó, por viejita, para pedirle que ayudara, el día que fue ella la que pagó por un plato de comida en el turno de la Iglesia, y lo dejó casi todo porque no le sabía a nada, ese día, creo que se me empezó a morir mi abuela.
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