La primera vez que iba a ir a Limón, con mi tía, su esposo y mis primos, para visitar otro tío, mi abuelo Lalo, muy serio, pero con un brillo en los ojos, me dijo: “Lleve candelas” Yo caí como la más polla y pregunté si en Limón había luz eléctrica. Mi abuelo, entretenidísimo con su propia broma me dijo “Para que pueda ver algo entre tanto negro”. Solo los adultos se reían. Yo no entendí la broma y me molestó, en algún lugar de mi infancia. Hoy sé que fue en la conciencia, donde se rechaza naturalmente el racismo. Desde entonces, nunca me han hecho gracia los chistes de negros.
En la escuela solo había un muchacho negro, mayor que yo, por unos dos años, que solo tenía amigas. Yo lo veía de lejos, curiosa y las pocas veces que me juntaba con chiquitos de otras escuelas, era usual que surgiera la pregunta: ¿en su escuela hay negros? Porque casi no había, al menos en la enorme mayoría de escuelas privadas de ese tiempo.
Tenía un compañero mulato, y aunque me moría de ganas de preguntar, nunca me atreví. Quería saber cómo se habían conocido sus papás, él blanco, ella negra. Si ella le hablaba en inglés. Si sentía que había racismo. Si la cultura era distinta. Cuando la veía a ella en las reuniones de padres de familia, alta, grandota y siempre risueña, me daban ganas de abrazarla y sentarme en sus regazos. El hermano de mi compañero tenía los ojos verdes. El debe haber escuchado muchas veces esa grosería de “Es negro, pero muy guapo. Sobre todo por esos ojos”
Prefería las series de televisión de familias negras. Muy rápido supe qué era Ebonics. Lloré amargamente cuando vi Raíces en Canal 6. Cuando se popularizó la televisión por cable con closed caption, mi nivel de inglés mejoró muchísimo viendo Los Jefferson. Martin Luther King y Malcolm X eran y siguen siendo mis héroes.
A los 15, mis compañeros se iban de intercambio por tres meses a alguna parte de los Estados Unidos. Jodí y jodí y jodí hasta que mi mamá aceptó que podría considerar hacer el sacrificio económico, que era muy fuerte para la época y para nuestras condiciones. Fui por los papeles y llené todo. Y todo se fue al carajo cuando mi mamá supo, por la llamada de los sapos de la agencia, que yo estaba pidiendo expresamente que me enviaran a la casa de una familia negra. Ellos estaban seguros que era un error. No lo era.
Cuando me empecé a mantener, uno de mis mejores amigos en mi primer trabajo era un negro divino, que se tomó todo el tiempo y paciencia para explicarme todo lo que quise preguntar. Me dijo qué eran los pañas, cómo era ser negro en San José, me llevó a la Caribeña y cada vez que el trabajo daba espacio, me llevaba a las giras a Limón a comer de verdad, a que me dijeran Mami, a escuchar la música del Mekatelyu (Así se llama. No es patois. No es inglés. No es jamaican english) y a visitar el Black Star Line. Y pensar que casi nadie en Costa Rica sabe de Marcus Garvey.
Poco después contrataron una secretaria negra para mi departamento. Yo no me despegaba de su escritorio, pidiéndole que repitiera palabras para repetirlas yo también, tratando de copiar manerismos, toques, mates y volados. Preguntando barbaridades irrespetuosas cómo “¿A dónde se consigue maquillaje para piel negra?” y otras que por racistas e imprudentes, mejor no repito.
Cuando empecé a viajar, mi tía Carmen me advirtió que evitara a los negros en Manhattan. Igual fui a la tienda de Spike Lee a comprarme camisetas y no me quisieron vender, por hispana. Me gustaba el reaggae de Bob Marley. Visité iglesias bautistas y metodistas negras para oírlos cantar gospel. Empecé a distinguir que me gustaba mucho el soul y el blues. Me encantaba ver negros bailar, reír, caminar, hablar, con todo su sabor.
Es difícil reconocer públicamente la fascinación por la belleza de la raza negra en un país de racistas como éste, donde Dios guardísimo mi hija ande o se case con un negro y se disimula ese odio ignorante diciéndoles “morenitos”, infantilizándolos con nombres de confites Gallito.
Desde el fondo del closet del gusto racial, arrugaba la cara cuando escuchaba a alguien decir que tal persona negra era bonita/guapo porque no tenía facciones de negro. O sea, era un blanco pasado de color. Eso lo salvaba en el ranking de belleza.
Muchas veces comparaba el tono de la piel de las mujeres negras con el mío para tratar de determinar en qué punto se convertían en negras. Muchas eran más claras que yo, sobre todo si yo había cogido sol. Tampoco podían ser las facciones, porque muchas actrices tenían los ojos claros. La raza, la raya, estaba en el prejuicio. Nunca entendí porqué en inglés no hay palabras para describir a la gente como yo, que sí es morena. Latte no le llega. Tanned tampoco. Mi color de piel es permanente y ha marcado mucho lo que soy hoy.
También me cuestioné si lo mío sería un capricho, un fetiche, como las Southern Belles y sus sueños eróticos con esclavos. Un Jungle fever inverso, desde mi capricho y mi superioridad hispana de india veteada, apenas un peldaño arriba en la cadena alimenticia. Pero si fuera así lo habría superado y no. De hecho es cada vez más intenso. Por ejemplo “Negro” es de mis apodos cariñosos favoritos y si alguien me dice Negra a mí, siempre me saca una sonrisa. Es como si mis hormonas tuvieran un código milenario que empuja, a pichazos, a eso.
Fue Clinton el que me inspiró a abrir poco a poco las puertas, cuando abiertamente reconocía su admiración por la cultura negra y muchas personas, medio en broma, medio en serio, decían que era el primer presidente negro de los Estados Unidos. Entonces acepté, frente a los más cercanos, que me gustaba Denzel Washington, por guapo. “Pero es negro”- objetaron. “Exacto. Y guapo”. Lo aceptaron con desconfianza y reticencia. Hay que estar algo loca para que te guste alguien que no sea macho, blanco, alto y de ojos azules.
La tendencia seguía. “Me compré un disco de Salt n Pepper”. “Me gusta Waterfalls” y canción tras canción tras canción que alguien muy sabido o internet, confirmaban que era negro. Hubiera querido descubrir antes a Tupac y a Maya Angelou.
Podría pensarse que Denzel fue una excepción. Pues no. Jaime Foxx, uno de los Wayan Brothers, Forrest Withaker, LL Cool J, me parecen guapísimos. No buenos actores, no. GUA-POS. De “Si-por-algún-milagro-me-dieran-pelota-me-trago-el-susto-y-me-mando” guapos. Y me quedo corta. Cortísima, porque no me sé todos los nombres.
El, Delroy Lindo, en particular, me perturba. Es feo, sí. Pero para mí es sumamente atractivo, sobre todo cuando se ríe y se actúa con mucho swag, en las pelis en las que hace de gangster.
Ni me voy a detener en las ganas que le llevo a Barack Obama, pero no estoy tan segura que cuente, porque aunque le digan negro, ese muchacho es moreno o a lo más, mulato, para rematar, educado por blancos de Kansas.
Ahora, que ya estoy grande, empecé a ver Luther. Y no puedo más del amor y la alborotazón por la belleza de ese hombre que es Idris Elba. Me encanta. No tiene sentido ya luchar contra eso. A una le gusta lo que le gusta o como decía Mimí, la cabra tira al monte.
Yo no quiero ser negra. Ni pretendo serlo. No pretendo apropiarme de una cultura que no es la mía ni observarlos como si fueran animales de zoológico, como en la cima del colonialismo sociológico europeo. A veces quisiera imaginarme qué se sentirá vivir en una ciudad donde aunque sean minoría, están más presentes y más cercanos y donde vemos más allá del color de la piel.
Una especie de panracialidad, de esa que le confirmaría a mi mamá que me volví irremediablemente loca y que se desperdició tanta plata en colegios finos y que definitivamente opté por algo que ella jamás hubiera permitido, que mataría a mi abuela de nuevo si estuviera viva y ni hablar a mi papá. Eso o irme a vivir a Londres. O visitar algún país africano.
Y a la vez, Dios guardísimo. ¿S’imagina la tentación? Tendría que ampliar formalmente mi lista de potenciales riesgos de infidelidad y notificar al respecto. Y después ¿qué hace una? ¿Usted cree que eso sería vida, yo aquí y mi negro allá? (que, por cierto, es la única broma de negros que me hace gracia, porque comparto el sentimiento).
Nota de Sole: No faltará quien me diga que todo esto es irrespetuoso, desconsiderado de la historia, de la dinámica, de las limitaciones, la cultura y tan racista como el que más y tan superficial como una tienda de Banca Kristal. Tá bueno. Igual me gustan los negros.
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