Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

La batalla perdida de Mimí

desde la isla de

De todas las batallas que Mimí libró por mí, para mí o contra mí, solo una destaca como derrota.

Cuando uno vive la mitad de la semana con la abuela, es evidente que la casa de ella se convierte en la mía. Ni siquiera tenía que llevar ropa, porque tenía de todo y cuando algo ya no me quedaba, simplemente lo sustituía. Tenía mi propio tenedor, mi lugar en la mesa, mi cobijita amarilla y hasta una bolsa de legos sin marca que me entretenían por horas, armando casas y familias, para las novelas e intrigas que a veces duraban meses en resolverse o en aburrirme.

La cotidianidad implica otras cosas, como bañarse. Y fue aquí donde di más guerra. Mimí era obsesivamente pulcra. Se bañaba todos los días, escrupulosamente, con agua fría y paste, a primera hora de la mañana. Y apenas se terminaba de alistar y decía “¡Gracias a Dios ya me bañé!”, empezaba la persecución conmigo para obligarme a hacer lo mismo.

Yo no era alérgica al agua, pero tampoco entendía qué era la urgencia. No tenía problema en quedarme en mi salsa y varias veces en vacaciones, propuse el experimento serio de pasar quince días sin bañarme, que quedara interrumpido cuando Mimí me dejaba caer un balde de agua en el patio, alegando que ya yo estaba agria y que atraía el mosquero, exagerando, como le gustaba siempre a ella.

Cuando me quedaba toda la mañana en la cama leyendo y viendo tele por ratos, y ya eran las 10 y yo no mostraba interés de salirme de las piyamas, subía y con disgusto me recordaba que a alguna hora había que tender esa cama y que parecía un nido de perra recién parida. Creo que lo hacía con intención de humillarme o que a mí me diera vergüenza. Lo cierto es que desde entonces relaciono esa frase con una comodidad suave y tibia, de cachorrito juguetón.

Cuando ya era mucha la jodedera, me metía en el baño, abría la ducha, la dejaba sonar un rato y salía igual de campante, con el mismo peinado de almohada y las marcas de la sabana en la cara. Mimí empezó a aplicar controles apenas se dio cuenta del engaño, así que tuve que mejorar los métodos. Mojaba un poco el paño. Cantaba a gritos. Me lavaba la cara en el lavatorio procurando empapar un poco el pelo y alegando que las mujeres no nos lavábamos el pelo todos los días. Mimí empezó a tocarme la espalda para ver si estaba fresquita, recién salida del agua o todavía caliente de estar hecha un puñito debajo de mi cobijita amarilla. De nuevo, aumentó la exigencia y ahora yo me metía a la ducha, la abría, la atravesaba y así daba la impresión de haberme bañado.

A veces recurría a lo que yo creía, eran argumentos imbatibles. Después de todo, mi abuela y yo éramos sumamente inteligentes o al menos eso me repetía ella constantemente, todo un logro a pesar de no haber pasado de tercer grado. Le preguntaba cuál era la urgencia de bañarse a diario, le exponía que – para esa época- la mayoría de los días eran frescos. Le recordaba que los reyes en general y en particular los franceses y los rusos nunca se bañaban y que, en todo caso, yo no pretendí hacer las de Catalina La Grande que por cochinona había que cortarle los vestidos del cuerpo cuando del nivel de mugre era inmanejable. Y que si eso había pasado hace siglos, los europeos modernos nos llevaban la ventaja con la consciencia de evitar el gasto de agua y se bañaban con prudencia una vez por semana y aun así eran países desarrollados.

En la práctica, el agua se iba con cierta frecuencia y nadie notaba a los añejos a menos que ellos solitos se cantaran. Uno enfermo con calentura o carraspera, seguía recto sin pasar por el agua. En la escuela, a pesar de las inspecciones de uñas, orejas y piojos, nunca el resultado tenía que ver con la frecuencia del baño. Mi pelo lacio se acomodaba con pasarle la mano y nunca- hasta la fecha- se ve sucio.

Nunca la convencí, pero más allá de eso, nunca entendió que le hablaba en serio. Era como si le estuviera hablando en turco y ella hacía la cara de no-entiendo- nada- pero- tampoco- voy- a- darte- gusto. Mimí, que me entendía sin palabras en todo lo demás, que sabía si yo estaba feliz o triste, que podía casi adivinar qué estaba pensando; en esto era como si fuéramos de galaxias diferentes.

En el fondo, mi reticencia al baño tenía otros motivos, que nada tenían que ver con la limpieza, que hoy, gracias a la terapia, se diluyeron, y puedo entender los placeres de mandarse media hora bañándose, enjabonando, enjuagando y volviendo a enjabonar en agua tibia.

Y a pesar de todos los esfuerzos de Mimí, cuando el cambio climático hace que una mañana cualquiera se sienta como en Liberia, cuando hasta friolentas como yo no podemos vivir sin aire acondicionado en ciertas zonas del Valle Central, cuando la ropa de trabajo parece ropa elegante de playa, a veces me pregunto otra vez cuál es la obsesión de los centroamericanos con eso del baño diario y sobre, porqué había ese punto ciego entre Mimí y yo.


Gotitas de lluvia

Una respuesta a “La batalla perdida de Mimí”

  1. Eso de no querer bañarse debe ser como una etapa obligatoria en el desarrollo de todo ser humano. Quién no ha pasado por eso. Mirándolo en retrospectiva, es tanto el esfuerzo de hacerse ver como si uno se hubiera bañado que a veces hasta sería más fácil bañarse de verdad y olvidarse de todo. Ahora no puedo pasarme un día sin bañarme, aunque el pelo no siempre pasa por el champú pues no lo necesita. Ni siquiera puedo, como oigo decir a muchos, quedarme el domingo en pijama y sin ducha. No puedo, ni en días en que la fiebre hace que mi temperatura supere los 38°C. Qué le voy a hacer, tal vez sea uno de los pocos aspectos en que me convertí en adulta.

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