Mimí decía malas palabras. Siempre. Aunque podía hablar sin ellas, cuando las usaba, las usaba con un dominio absoluto. Le encantaban. No nos prohibía repetirlas, pero era claro que eran de su monopolio y además, en mi casa me hubieran dado un manazo por la boca, lavado la boca con jabón y enchilado, o una combinación de las tres cosas, si me hubiera atrevido a usar UNA de las palabrotas favoritas de mi santa abuela.
“Jueputa tuerto y lo bien que toca” – era una de sus frases favoritas. Nunca supe bien qué significaba, pero lo decía. Por ejemplo, en situaciones de admiración ante los talentos ajenos, cuando salía de la cocina con el delantal puesto a la sala a buscar algo y se le olvidaba qué estaba buscando o cuando algo la sacaba de quicio.
“Dejá de hablar mierda, vos” – era otra de sus muletillas. Mi abuela había llegado a tercer grado, pero leía mucho, y a veces prefería zanjar una discusión así que dejar como ignorante a su contertulio. A mí me lo aplicaba con frecuencia cuando le argumentaba posiciones o datos y sobre todo, cuando con mi habladera ponía en riesgo la revelación de algún secreto.
Algunos eran obviedades: “Me lleva puta”; “Cuerpo de pecado con cara de arrepentimiento.” “Come santo caga diablo”; “Dame Dios suerte que lo demás son putadas.” “Puta, gran puta, venérica”
Y esta joya: “¿Quién te crees vos? Si no sos pollo que rasca mierda a las 4 de la mañana”
Entonces crecí a la par de una mujer que hablaba como un carretonero, que a veces se reía de las cosas que decía y de alguna forma aprendí que uno hablaba así con los amigos, que era la forma de mostrar cariño y si me voy hacia atrás, creo que he idealizado tanto el asunto, que recuerdo a mi abuela siempre riéndose cuando decía malas palabras.
Se reiría de pena, de verse ella tan señorona diciendo esas cosas. Se reiría de ver la reacción de los demás de verla a ella madrear a todo el mundo. Se reiría nerviosa por decir esas cosas frente a los nietos. Se reiría porque le sabía sabroso.
Y no era solo eso. Mimí disfrutaba de ver las películas porno. La llevaba la hija de la tercera esposa de mi tío, a la Sala Garbo a ver pornografía francesa. Me abuela se vestía de negro estricto, con mantilla y todo y apoyaba en el bastón esperaba que pasaran por ella. Regresaba muy tarde y a la mañana siguiente, cuando yo preguntaba por la película me decía “Culos volando por todas partes”, con toda la naturalidad del mundo. Sin asco, sin juzgamiento moral, sin detenerse un segundo a pensar que le estaba diciendo eso a una chiquita de 10 años. Con ese timo cultural, se tiró Emannuelle, La Historia de O, El Amante de Lady Chatterly, El último tango en París, La Laguna Azul, Bilitis y todos los clásicos de la época. Cuando le preguntaba porqué le gustaba ver eso, porqué insistía en ir cada vez que había algo nuevo en cartelera, se me quedaba viendo como si no entendiera la pregunta: “Dejá de hablar mierda vos”
Lo mismo con las noticias. Lo que más le llamaba la atención eran las notas de sucesos de los delitos sexuales. De boca de ella supe yo los detalles más cruentos del crimen de Colima. Cuando se ponía los anteojos de ojos de mosca, con un enorme aumento que le agigantaban sus ojos negros, era para leerte mejor. Y cuando ya ni los anteojos le daban o estaba muy ocupada, nos pedía a uno de nosotros que se lo leyera en voz alta. Nadie podía decirle que no a mi abuela, así que tocaba relatarle aquel relajo, con cara roja y voz muy seria. O sea, era la misma abuela que se refería a los genitales femeninos como el negocio
Contaba chistes. Obvio los de doble sentido le hacían mucha gracia y los arreglaba como una empanada poniéndoles voces, entonaciones, alargándolos. Fue mi primer público, siempre advertida de que iba a contarle chistes vulgares. Los celebraba a risotadas y siempre sospeché que yo no entendía completamente a dónde estaba la gracia. A veces eran anécdotas, como las aventuras de una prostituta muy conocida por el lado del Cine Líbano, antes de que fuera zona rojísima, conocida como la Siete Culos.
Poco antes de morir, estaba ocupada vineando a unos vecinos nuevos del frente, gente que pasaba en pleitos familiares y callejeros, escandalosos, dados al guaro y al desorden, que mi abuela reclamaba, junto con las demás viejitas del vecindario, que habían venido a desmejorar el barrio, básicamente por pintas.
Mi abuela era una fiel creyente en que la pobreza no implicaba ser un mal educado, que, por el contrario, la gente pobre tenía que esforzarse en mostrar los mejores modales, algo que complementaba con “La limpieza y la honestidad son las joyas de los pobres” y por eso sus hijos habrían ido descalzos a la escuela, pero siempre impecablemente limpios y con su ropita planchada. Mi abuela lavandera veía en la plancha una señal de amor eterno y a veces me señalaba en la calle a alguien de camisa muy arrugada y me decía “Mirá cómo anda ese hombre. Cómo se nota que no lo quieren. Pobre hijueputa”
La cosa es que estaba vineando detrás de las cortinas de la sala el último pleito de los vecinos, y preocupada por el nivel de violencia del chusmero que amenazaba con llegar a los golpes, llamó a la policía, que llegaron a poner orden y cuando los detenidos preguntaron quién había puesto la denuncia, uno de los policías inocentemente respondió a todo pulmón: “Doña Natalia”
Acto seguido sonó el teléfono de mi abuela, que sin separarse de la ventana, lo respondió, un poco asustada de que fuera alguna amenaza de muerte, pero jugándosela porque podían ser los policías pidiéndole apoyo o más datos y ella era ante todo, una buena ciudadana. Escuchó con los ojos pelados, colgó y se destornilló de la risa, a carcajadas. Todos queríamos saber qué le habían dicho, sin saber que en el curso de los próximos meses, todos sus conocidos, familiares y visitas escucharíamos una y otra vez el mismo cuento, con el mismo final y las mismas risas:
“Me dijeron: ¡Vieja hijueputa metiche!¡ Vaya lávese la tajada!”
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