De por sí, mis habilidades para manualidades eran nulas. Entonces ¿qué importa si me salí pintando la tarjeta, si quedó con una chorcha de goma, si cosí mal, si no quedó como el modelo? Total, no tenía a quién darle ese regalo y a nadie le importaba.
Mi preocupación era otra: la negociación para que no me obligaran a entregarlo a alguien más.
Mimí dedicó buena parte de su vida y de la mía, a insistir en que mi tío Adolfo me quería como un papá. Pero nunca le creí, ni siquiera desde el principio. Mimí quería que yo le dijera papá, sonreía orgullosa cuando él me presentaba como hija y, para el día del padre, desde tres semanas antes empezaba a joder:
– ¿En la escuela van a hacer regalos del día del padre?
– No.
– ¿Por qué?
– Esteee… porque hay muchos chiquitos con papás divorciados y es una bronca.
– Ajá- me decía, sabiendo yo que no me había creído- Si hacen regalos, acordate que el tuyo es para tu tío, que te quiere como si fueras suya. Calda si se lo das a tu abuelo Lalo (mi abuelo materno)
Mimí llamaba a mi mamá para echarle en cara todo lo que me daba mi tío: los viajes, los regalos, la ropa (la mayoría de segunda mano, cuando no le quedaba a mi prima) y mi mamá destinaba creo que buena parte de un salario bajo para comprarle un regalo. Yo ardía de cólera.
Mi terquedad era el combustible de esa guerrilla de baja intensidad. Prefería botarlo a la basura antes que darle algo a mi tío. Debe ser de las primeras experiencias que me enseñaron que las palabras muchas veces se disasocian de los hechos. Mi abuela exigía pleitesía de todos para el hijo que la mantenía. Yo estaba dispuesta a morir de pie antes que ponerme de rodillas.
Buscaba tarjetas neutras. Algo que no dijera que sos el mejor papá del mundo, nadie tiene tanta suerte como yo y obvio, evitaba como la peste bubónica algo que dijera te amo, te quiero o cualquier forma de cariño.
A la vez, tenía problemas de buen gusto, porque las más parcas, que decían por dentro nada más feliz día del padre, por fuera tenían diseños aburridos y polos, que me recordaban papel de regalo del que vendía en el Mercado. Yo tendría un presupuesto limitado y una resistencia muy clara, pero tenía mis estándares.
Entonces optaba por hacer mis propias tarjetas inspirada en lo que veía en las tiendas y pensando, maldosamente, que me importaba un banano que quedaran feas. De las pocas veces que no me humillaban mis limitaciones plásticas para intervenir un producto comercial:
Un Snoopy recortado de las tiras cómicas del periódico, y arriba un globito con letra de máquina de escribir: “Era una noche tormentosa…” y por dentro, con mi letrita de niña “cuando preferí escribirte Feliz Día del Padre”. Un cuento de misterio y asesinatos que me había quedado horrible. Un papel construcción doblado con una línea de antítesis de Hallmark: No se ocurre nada salvo desearte feliz día del padre
Nunca le gustaron y siempre me miraba con reprobación y ceños fruncidos. Ese era mi triunfo. Mi abuela no entendía porqué mi mamá me permitía esas cosas y porqué yo insistía en hacerlas.
Pero yo tenía muy claro que no quería un tío Adolfo de papá. El marcaba claramente una diferencia que me dejó cicatrices. Es cierto que no tenía porqué darme nada, pero viendo para atrás, con esa 20/20 propia del repasar el pasado, hubiera prefiero que no me diera nada en lugar de obligarme a vivir un trato diferenciado mientras decía que era como su hija, cuando era evidente que era apenas un segundo lugar bastante modesto, que siempre me hacía sentir menos, despreciada, forzada al agradecimiento de recibir migajas, sintiéndome egoísta, envidiosa, malagradecida, resentida, mala. Las horas con mi tío eran de un estrés inimaginable, con todas las alertas al máximo, la antesala de lo que años después se llamarían ataques de pánico. En cualquier momento, por cualquier cosa, se ensañaba con uno, en privado o en público, con chotas, comentarios, bromas pesadas, hasta hacerte llorar. Tenía una satisfacción sádica por el sufrimiento ajeno y el ejercicio del poder.
Eso sin contar las cosas oscuras, la que me no identificaba todavía pero me hacían llorar amargamente y tener comportamientos que ameritaron psicóloga y terapia. Las mismas que mantuve enterradas casi 15 años y que el día que recordé, lloré como una chiquita. Las mismas que Mimí nunca quiso ver, aunque estaba ahí cuando yo salía del baño, recién abusada, en shock, sin entender lo que pasaba.
No quisiera, sin embargo, ser mezquina: Mi tío Adolfo me enseñó que la plata no compra el cariño, otro cliché confirmado, pero que ayuda a tener una buena vida. Que, a veces, no tener papá, cuando se comportan como mi tío, es una ventaja. Me dio acceso a lujos y a cosas que de otra forma no hubiese visto nunca, eso sí, pagando un precio muy alto. Que la condición de hombre no prepara para la paternidad y que a veces, solo a veces, la palabra papá no crea su propia circunstancia.-
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