Mi profesor de laboral era un apasionado de las reivindicaciones de los trabajadores. Nos explicaba golpeando el escritorio cómo este país había anulado a los sindiocatos y de paso acabado con años y años de luchas sociales en todo el mundo y aprovechándose de este pueblo “al que le gusta estar arrodillado y poner la mano” le habían metido gato por liebre con las asociaciones solidaristas, sentando al patrono en la mesa de los trabajadores y estrangulando cualquier intento de alzarse contra el abuso desde que se asomaba temeroso en los ojitos de los explotados. El sostenía- y nos convenció a todos- que las asociaciones eran una forma indigna de comprarle el alma a la gente que dependía de salarios mínimos y al darle al solidarismo las ventajas y financiamiento que le arrebataron a los sindicatos, se aseguraban de convertir a Costa Rica en un paraíso patronal libre de esa peste que es la negociación colectiva.
Yo tenía 19 años, iba a la U en jeans, alpargatas y camiseta. Trabjaba tiempo completo ahí cerca, así que mis clases eran de 7 a 9 de la mañana y de 4 hasta que salía el último bus de Pavas-La U. Yo lo escuchaba embelesada. Ni siquiera necesitaba tomar apuntes, porque todo se me iba taladrando en la conciencia.
Laboral me gustaba. Y me sacaba buenas notas. Para asegurarlas, procuraba entrar siempre al examen oral grupal con los más vagos. Según mis cálculos egoístas, con mi fiebre por el tema más la ventaja innegable que me daba entrar con los peores estudiantes que no eran competencia, mis notas serían las más altas. Y así era. Pero probablemente no por lo que yo creía.
En mi oficina había asociación solidarista, o mejor dicho, una garrotera. Carboneada por mi profesor, yo la observaba con ojos de sospecha y de forma imprudente, pero en voz muy alta, me quejaba de cómo prolongaban la explotación del hombre por el hombre con sus políticas inhumanas de créditos, sobre todo los personales, que tenían a buena parte de los empleados recibiendo cualquier miseria a punto de rebajos.
Me encanfinaba más ver gerentes sentados en la Junta, decidiendo las actividades de la asociación, readecuando deudas de los más enredados y a la asociación funcionando como un títeres de la gerencia, borregos que hacían lo que les decían que era correcto.
Mis propuestas incendiarias de tener kotex en los baños, transporte y soda financiada, acceso a los servicios y bienes del lugar para temas personales, copias e impresoras para bretes de la U, eran rechazadas en medio de muchas risas y de acusaciones de ser muy chineada.
Cuando mi jefe me pidió apoyar a la asociación con las garantías de las deudas, me puse terca como una mula y dije que primero muerta antes de prestarme a los intereses mercantilistas de esos usureros.
O sea, para mí la asociación solo traía desgracias por culpa de la manipulación patronal y de esa trama macabra y tétrica solo yo me daba cuenta.
Así que me puse a visitar a mis compañeros más quejosos, babosos y peloteros para exponerles las ventajas del sindicalismo: tendríamos fuero que nos protegería de un despido, oficina propia sin andar mendigando espacios, tiempo pagado laboral para reuniones, libertad de expresión sin presencia del chismoso patronal de turno, los afiliados podían contribuir con las cuotas que esocgiéramos, teníamos capacidad legal de negociación y la posibilidad de un momento valiente y viril en que pudiéramos la tosca herramienta en huelga trocar.
Les vendí el cielo. Y nadie tenía porqué dudar de mí: yo era el prodigio más precoz de un departamento legal que se distinguía por ser todos muy brillantes y en particular mi jefe, más bueno que el pan, justo, honesto, un hombre bueno y recto. Lo sigue siendo, de hecho. Eso sí, tuve el cuidado de bailarme las preguntas directas o rebuscadas que pretendieron confirmar si mi jefe apoyaba mi cruzada. Por alguna razón todos entendieron que así era, aunque nunca se los dije. Tal vez por eso, me firmaron.
Con la hoja de 12 firmas, agregué una más explicando que estábamos armando un sindicato y que la voluntad de un pueblo que lucha por sus derechos no se detiene nunca, que iba para el Ministerio de Trabajo y que quedaran avisados que desde ya no nos podían tocar ni un pelo porque si no, iban para tribunales, que daños y perjuicios, que el escándalo, que la AFL-CIO, la OIT y el apoyo solidario de los compañeros internacionales.
Antes de irla a dejar a gerencia para mi recibido, la relación cuasi filial con mi jefe me hizo pasar un segundito por la oficina de él, a darle la buena noticia y recibir con timidez la felicitación cálida por mi iniciativa. Toqué y asomé la cabeza, como es mi costumbre hasta la fecha “Tengo algo que contarte”, muy orgullosa.
Me pasó adelante con una sonrisa y un movimiento de la mano. Me senté al frente y le conté de mis andanzas, de mi profe, de mis sueños de utopía socialista y al final, le entregué la carta para que le echara un oijito, advirtiéndole que no pensaba corregirle ni media coma porque ya estaba lista.
Lo conozco hace 25 años y pocas veces lo he visto tan enojado como esa. Se puso muy muy pálido y apretó los labios. La carta le temblaba en la mano. Me preguntó si era una broma. Le confirmé que estaba hablando muy en serio. Me advirtió que no estaba para chingues. Le aseguré que era mi derecho, constitucional, además. Me preguntó si quería quedarme sin trabajo. Cuando me di cuenta que me estaba hablando en serio, se me vinieron las lágrimas.
Yo a él lo quería y lo quiero casi como a un papá. No entendía porqué me estaba diciendo eso. Mi trabajo pagaba la U, mis libros, mi ropa, mis pases, mis salidas, mis almuerzos. Desde los 17 años, gracias al salario que me pagaban, era totalmente independiente y no tenía que pedirle plata a nadie. Si hubiera sido más ordenada y no me hubiera echado el salario encima en libros, mamazones y cochinadas (sobre todo de comer); incluso me habría alcanzado para vivir sola. Me pagaban como profesional aunque era una estudiante.
Debo haber pasado toda la tarde encerrada en esa oficina, mientras mi jefe me explicaba con infinita paciencia y cariño, el nivel de riesgo de mi maravillosa idea, la realidad de los sindicatos nacionales, la dinámica de la oficina, la doble moral, la corrupción de los grupos de poder, la manipulación de los más pobres, las intrigas de palacio, lo ilusa, infantil e imprudente que yo era y cómo funcionan las cosas en la vida de las personas grandes.
Nunca volví a ver a mi profe de laboral con los mismos ojos. Nunca le conté de mis intentos fallidos, por un lado, me daba vergüenza, por otro, ya no sabía si confiar o no en ese hombre doctorado en Francia gracias a una beca que decía defender los intereses de los trabajadores pero les cobraba honorarios tan altos que le permitían andar en un Mercedes del año y corbatas de seda italianas con trajes enteros a la medida y relojes de oro. Tenía gustos finos, el camarada. Tampoco inicié una revolución administrativa.
No sería el único intento de emprendimiento que sería arrancado de raíz en esa época. El otro fue cuando me fui al otro extremo del péndulo y convencida de que un derrotado en una sociedad capitalista solo podía optar por integrarse al sistema, instauré en la oficina mi propia pulpería.
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