Yo no creo en fantasmas. Nunca he creído.
El Estadio Chile es muy parecido al Gimnasio Nacional. En los testimonios de los sobrevivientes siempre se hace referencia a al Estadio, pero en realidad fueron dos: el Chile y el Nacional. Ambos se siguen usando normalmente, para actividades deportivas, como si tal cosa. Hace 39 años, ambos fueron el punto de recolección de detenidos desaparecidos y de su tortura. De su envío a otras casas clandestinas o a los aviones para ser lanzados al mar.
Cuando yo llegué al Estadio Chile me vi frente a un gimnasio cualquiera, en un barrio popular. Un año antes lo habían rebautizado con el nombre de Víctor Jara. Tenía una placa pequeña y un banner con el nombre de Víctor y su sonrisa de niño-hombre cantor.
Entré como cualquier turista. El gimnasio y sus graderías engañan, porque no hay nada que recuerde nada y se ven listas para un partido de basket, para volleybol, para muchachos jóvenes que corren de punta a punta en la cancha. Nadie diría que aquí vivió el horror, que se lanzó gente desde la gradería, desesperada por la tortura y el dolor.
Antes de irme, pasé por las oficinas administrativas. Dos chilenas simpáticas me dicen que mucha gente, como yo, viene a ver qué ve y se va decepcionada, como yo, cuando se encuentra con un gimnasio moderno, aséptico, impecable y sin memoria.
Entonces una de ellas le dice a la otra que porqué no me dejan pasar a los camerinos. Lo dudan un poco, pero me dicen que baje. No se ofrecen a acompañarme. Mientras voy bajando las gradas, desde arriba me dicen que esa zona no se ha remodelado desde el golpe.
Las paredes son de mosaico setentero y amarillo y el aire es, definitivamente, distinto. Comienzo a marearme.
(Mimí me llevó a ver Desaparecido cuando yo tenía 9 años. Me quedó fija en la retina la imagen de aquel hombre desnudo, esposado por detrás, caminando por un pasillo como éste, flanqueado por milicos.)
Llego a una salita cualquiera, amplia, con varios lavatorios, con espejos. No me imagino para qué servía un lugar así. Me mareo más todavía. Cierro los ojos.
(1988: Levanto la mano en la clase de Estudios Sociales del colegio de curas franciscanos y pregunto qué es lo que está pasando en Chile. Me dicen que, como muchos países de América del Sur tienen un gobierno militar. Que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Que saque cálculos de cómo serán los chilenos. No había Internet. En clases, no se hablaba de dictaduras de derecha. Solo los Tinoco habían dado golpes de Estado. La tortura era lo que le pasó a los POWs gringos a manos de vietnamitas y japoneses. Esas cosas no ocurrían en español).
Los abro y todo el pelo del cuerpo se para. Veo personas, recostadas a la pared. Tienen afros, cortes de pelo de hace treinta y cinco años, pantalones de diolen, camisas pegada al cuerpo. Unos tienen los ojos cerrados, otros perdieron la mirada. Están sucios y golpeados. Están sangrando. Algunos son hombres muy jóvenes que no me ven. Hay una señora que parece la mamá de alguien, también golpeada, también sangrando. El lugar huele a hierro. Me vuelvo y los lavatorios están llenos de sangre. En el fondo se oyen gritos, pero nadie se inmuta.
(Yo quisiera saber qué toma Henry Kissinger para dormir cada noche. Quisiera que un día como hoy viera lo que yo vi en ese lugar o al menos preguntarle si no le queda un poco de decencia, a su edad, para una disculpa. El, que sabe qué se siente ser perseguido. El, que llegó huyendo de los fascistas. El, que terminó siendo para muchos países latinoamericanos, la encarnación del enemigo. El, que es un Nobel de la Paz. Ya lo dijo Oriana Fallaci: Pobre Nobel. Pobre Paz. Usted, señor Kissinger, nos debe a América, por lo menos, una disculpa. Y a los más reaccionarios, un juicio por crímenes contra la humanidad)
Me da miedo mi propia imaginación y a tumbos salgo por ese pasillo y subo las gradas. Apenas salgo a la calle, me vomito como un borracho más. Las chilenas de la oficina administrativa me sostienen el pelo, la otra me da golpecitos en la espalda
“Viste wueona? No debistis dejarla que bajara, poh”
Y me explican que a mucha gente le pasa eso que me pasa a mí. Me llama la atención eso, que se vomiten. No, me dicen, que ven cosas. Yo me quedo callada.
“Es que aquí fue donde mataron al Víctor, poh. Ahí mismo donde están los lavatorios. Es que aquí torturaban. Igual nadie nos cree nunca lo de las animitas, pero los han visto harta gente y todos dicen lo mismo”
(1990: Un compañero de la U me regala un cassette, que solo dice Víctor Jara. Lo escucho muchas veces hasta que memorizo las canciones. Pregunto, pero nadie sabe nada o no conozco a la gente que podría saber algo)
Me voy convencida de que tengo una imaginación muy vívida.
Hoy, 39 años después, el triunfo más grande es la vida. Fue el que resistió y no se quebró y también el que se quebró porque en esas circunstancias no podés exigirle nada a nadie. El que recibió al compañero torturado con amor y lo regaloneó para consolarlo. El que escondió a otro, el que calló. El sobreviviente. El triunfo de la vida sobre tanta y tanta muerte.
Que hoy no se recuerde con dolor. Que se celebre el hecho de que pasó, no el golpe, no. Que Chile vivió el gobierno de la Unidad Popular. Que tuvo un Presidente como Allende, electo de forma democrática y popular. Que vinieron de todas partes del mundo para ser parte de un sueño de empanada de pino y vino tinto. Que América entera fue una.
(El día que se casaron, los papás de Marcelo habían hecho trabajo voluntario. El cargando sacos en camiones que distribuían comida. Ella levantando de las calles miguelitos, trampas hechas de clavos que desinflaban los camiones. Se bañaron en sus casas y se fueron a la iglesia a casarse, como si tal cosa. Un quehacer más en un día ocupadísimo de sueños)
Que recordarte con dolor, compañero Presidente, sería el triunfo de esos milicos de mierda. Que no perdimos la capacidad de amor, de reír, de resistir, de caer para volver a levantar. Que no conmemoramos nada, Chicho. Que celebramos. Celebramos el ejemplo y la vida y le decimos no a la muerte del acostumbrarse de una derrota que tampoco fue cierta.
(Cuatro meses después nacías tú. Y en marzo llegabas a San José de Costa Rica. Un bebé chinito y cachetón, envuelto en lana, en los brazos de una mamá vestida de otoño austral y botas altas. Tu papá te daba por primera vez un beso y los llevaba hasta Turrialba. La lana quedó olvidada. Con flotadores te dejaban por horas en la piscina. A tu mamá, las vecinas le recomendaban comprar Kam Lung para las comodidades tropicales. En las noches, en medio de la selva, debajo de la sábana, escuchaban a escondidas Radio Moscú, desde donde Volodia Taitelbaum les contaba qué ocurría en su Chile querido y lejano)
Entérense, señores del dolor: A mí mi chilenidad no me la quita nadie. Conmigo no se mete cualquiera. Yo soy fuerte en el recuerdo de los que fueron fuertes antes que yo y pudieron seguir adelante a pesar de la catástrofe. Yo sobreviví a mi propia guerra. Conmigo no pudieron. Eso sí: ni perdono ni olvido. Exijo memoria y justicia.
Tiene razón Nicanor Parra y me lo repetiré a diario para que se haga mío: Yo no tengo ningún problema en meterme en camisa de once varas.
Yo no creo en fantasmas. Creo en los que se saben chicha y no limonada. En lo que aun está vivo, en lo que no me lo mataron. Creo. Y eso es lo que importa.
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