Un par de años antes de morir, Mimí soltó la bomba: estaba deprimida. Ya su salud no era la misma, tener que ir al médico y pasar unos días en la clínica era lo usual. Nosotros ya habíamos crecido y ella era muy hábil lidiando con niños, pero no tanto con universitarios respondones. Sus relaciones con sus múltiples nueras confirmaban que dejaba mucho que desear en su interacción con adultos. Todos teníamos algo que hacer, todos menos ella. Y exigió que hiciéramos algo al respecto.
Mi tío Adolfo le compró un carro, un Mercedes Benz clásico (viejo y ruidoso) que ella quería. Mimí dijo que a su edad, no aprendería a manejar. Hubo que conseguirle un chofer que a ella le pareciera de confianza. Pero entonces no tenía a dónde ir e irme a dejar y a traerme a mí a la facultad no le parecía suficiente. Tampoco ir al Super Izalco, que quedaba a dos cuadras. Llevarlo al Mercado era complicado por el parqueo. Ella quería paseo, con frutas, bizcochos, helados, almuerzo y paradas para quesos y melcochas. Además, andar en carro, aunque fuera con chofer, era también bastante solitario.
La cosa se ponía cada vez peor y Mimí no se distinguía por su paciencia. Su tristeza se fue transformando en una rabia terrible de verse sin nada que hacer, una frustración, un ahogo, ella que había trabajado desde que tenía memoria.
Alguien sugirió entonces que asistiera tres mañanas por semana a un centro diurno de adulto mayor, los primeros antecedentes de lo que hoy sería AGECO. Así fue como Mimí empezó a ir al kínder.
El primer día, hubo revuelo. Hubo que escogerle el vestido adecuado, lustrar zapatos, escoger si llevar o no merienda, coordinar con el chofer, buscar el bastón elegante, la cartera, el pañuelo, el perfume 411 y llevarla. Mi abuela se alistaba para ir a un quinceaños, para presentarse en la sociedad de personas muy mayores, que ella se imaginaba como un fiestón divertido de memorias compartidas, tomar mucho café, jugar cartas apostado y comer gente.
Yo la esperaba al regreso deseando saber cómo le había ido. Regresó muy callada, cansada y pensativa. Cuando le pregunté si había ensayado hacer palitos o bolitas de papel cebolla, me volvió a ver muy seria y me tiró algo de trapo a la mesa del comedor:
– Tomá esa putada…
Yo la empecé a examinar con cuidado. Era algo de manta, como un almohadoncito pequeño, sin forma de nada. Tenía un par de puntadas en lo que podría ser la cabeza, pero sin simetría de ubicación, forma o tamaño, como una cara dibujada por un niño muy pequeño. Pegostes de goma blanca servían para la peluca: tiritas de todos los tamaños de lana café, algunas a punto de desprenderse. El pequeño engendro tenía un vestido como hecho de saquito de gangoche. Se le salía el algodón por las puntadas mal hechas. Daba lástima.
– Eso nos pusieron a hacer hoy– me dijo
Después de darle varias vueltas, me di cuenta que se suponía que eso era una muñeca. Y Mimí se sentía muy humillada. Ella no era una chiquita. Creyó que iba a un centro donde podía conversar con gente de su edad y no a que la trataran como si no estuviera lúcida, como si no fuera una mujer adulta que se podía valer por ella misma. No la dejaban decir malas palabras. Tenía que trabajar con el grupo. Cantar cancioncitas. Hacer rondas. Hablar de sus sentimientos. Peor aun, mi abuela tenía su orgullo y lo suyo, desde muy pequeña, habían sido las habilidades de una mujer de su casa y no de señorita de buena familia. Mimí no sabía ni supo nunca hacer manualidades, ni tejer, ni coser, ni bordar, ni hacer cosas delicaditas.
Los brazos morenos de mi abuela y sus manos callosas hacían grandes cosas, daban de comer, dejaban blanca una camisa, le marcaba los pliegues perfectos a los pantalones, organizaban turnos. Pero no podía, aunque quisiera, coserle dos botones en línea recta a una muñequita de trapo y mucho menos hacer un arreglo floral, un adornito de fieltro o un tapete de crochet para respaldo de los brazos de los sillones.
Traté de consolarla:
– Diay, no te quedó tan mal– le dije- Seguro otro día hacen otra cosa…
La tentación de carcajearme era muy grande, pero no me animé. Igual ella se dio cuenta a Mimí no la podía agarrar uno de chancho. Cogió al engendro y lo analizó con amargura, sonriendo dolorosamente, riéndose de sí misma y de su incapacidad textilera. La tiró de nuevo a la mesa con desprecio y me dijo lo que siempre me decía cuando una discusión se zanjaba, dejándome saber que no me había creído ni una sola palabra:
– ¿Vos crees que yo me chupo el dedo? Dejá de hablar mierda, vos
No quiso volver al kínder y nunca habló más del asunto. No se deshizo del engendro y más bien lo puso de adorno en la cama y cuando recibía visitas que querían saber sobre su experiencia en el centro diurno, se los traía y valoraba sus reacciones para medirles el grado de hipocresía y más de una vez echárselos en cara.
El día que empezó a ir al kinder, ese día Mimí aceptó que la vida se le empezaba a ir de las manos.
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